La campaña proselitista para las elecciones de octubre, en las que serán renovadas las corporaciones públicas y se elegirán los mandatarios seccionales, me ha llevado a hacerme una reflexión: ¿Para qué sirven los concejos municipales?
Sobre todo ahora, por lo menos en Bogotá, donde incluyen sueldo permanente, oficina privada, secretaria, asistente y, lo mejor de todo, la posibilidad de hacer algún sustancioso serrucho, que signifique el final de las afugias y el ingreso a la exclusiva lista de quienes almuerzan en club privado, reciben el título de doctor, puede adquirir hermoso apartamento con vista a los arroyos y los bosques nativos.
Pero más allá de los sueños, la ventaja de ser concejal, según lo visto en los últimos años, es la posibilidad de pegarle un mordisco al presupuesto, que en Bogotá es bien grande, además de poner los primeros ladrillos en una carrera política que lo puede llevar a altos destinos, como un ministerio una embajada o una corbata en dólares.
También puede ser el premio de consolación para el hijo o el nieto de algún importante político, como el expresidente Turbay Ayala o el ex ministro y excandidato presidencial Horacio Serpa.
Para que no todo sean días de rosas, en este momento varios concejales calientan ladrillos en los principales penitenciarias, por su vinculación a casos como el cartel de la contratación en Bogotá, que también tiene en las puertas de la cárcel al exalcalde Samuel Moreno y ya tiene adentro al ex ministro Alberto Santofimio, por el caso Galán, y al exsenador Iván Moreno, quien dejó oscura historia de despojo en la alcaldía de Bucaramanga. Los acompañan once concejales de Florencia, Caquetá.
En conclusión, así como el cuento tiene ventajas también tiene desventajas. La diferencia del final depende de la actuación del personaje, que debe elegir entre el camino honrado o el de los avivatos, que creen a pie firme que lo mejor es no contentarse con el sueldo y que se debe buscar algún ingreso adicional.
Lo real es que los concejos han perdido su razón de ser y en su mayoría no cumplen con sus deberes. Sus integrantes son tan anónimos e inútiles que la mayoría de las gentes de un municipio cualquiera no conocen los nombres de más de tres de sus integrantes.
Y lo peor: no se sabe cuáles proyectos han presentado y cuál ha sido su actuación en la corporación, si son cumplidos, si asisten a todas las sesiones y si se justifica su presencia.
Es tan grave la situación que los concejos son unos de los organismos más desprestigiados, como lo muestran las encuestas.
En Bogotá acaba de ocurrir la tapa de la olla podrida: el gobernador de Cundinamarca, Álvaro Cruz, se vio obligado a renunciar por su vinculación con el cartel de la contratación en Bogotá: hace algún tiempo dio generosa propina a tres concejales para que le otorgaran uno de los polémicos contratos en la capital. Ante las evidencias no le quedó más camino que dimitir, pues el siguiente paso era su traslado a una cárcel. El mismo camino seguirán los tres concejales, que no se destacaron por sus aportes a la ciudad sino por su rapacidad con los dineros públicos.
La ambición por las curules queda probada con simple detalle: una familia se ha turnado una curul en la capital por espacio de cinco periodos. Han sido concejales el padre, la madre, un hermano, y la hija. Todos se han repartido el dinero y su balance legislativo es negativo. ¿Esa no es la prueba de que se deben reformar los concejos?