La exitosa política de seguridad de la administración de Álvaro Uribe, la llamada “seguridad democrática”, tenía cuatro pilares fundamentales: a. la voluntad política de derrotar a los grupos armados ilegales, b. la cooperación ciudadana con las autoridades, c. la sofisticación de la inteligencia estratégica, táctica y operacional, y d. el aumento de la capacidad aérea, tanto para bombardeos como para la ejecución de operaciones helicotransportadas.
Fue con base en estas columnas que se le dieron golpes tan contundentes a las autodefensas ilegales y a las guerrillas que no tuvieron opciones distintas a desmovilizarse, los primeros, y negociar, los segundos, aunque lo de Santos se asemeja más una claudicación.
Pues bien, esos pilares de la seguridad han venido erosionándose sistemáticamente desde que Santos se embarcó en las conversaciones con las Farc y, en particular, desde la campaña presidencial del 2014.
Lo primero que se vino abajo fue el férreo deseo de derrotar a las guerrillas. Santos prefirió, primero, pactar con ellas en lugar de someterlas y, después, cuando se le venía encima el tiempo del premio Nobel, hacerlo a cualquier costo, incluyendo dividir el establecimiento y el país y polarizar la sociedad, manosear la Constitución, desconocer la democracia al irrespetar el triunfo del NO en el plebiscito, y pactar la impunidad de hecho de los crímenes de guerra y de lesa humanidad. Sin esa voluntad política de ganar, las Fuerzas Armadas quedaron sin norte. Y con la JEP y la Comisión de la Verdad, diseñadas para someterlas y humillarlas, sin moral de combate.
Más adelante se desmotaron los mecanismos de cooperación ciudadana con la Fuerza Pública, claves para el éxito en una lucha contrainsurgente. Hoy la gente no solo no tiene incentivos para ayudarle a las FF.MM. y la Policía Nacional sino que, al minarles su imagen con la repetición constante de acusaciones en contra de militares y policías, encuentra razones para distanciarse de ellas.
Y rápidamente se frenaron los bombardeos. En julio de 2015, Santos ordenó suspender todas las operaciones áreas contra las Farc. Después, recortó presupuesto y horas de vuelo. Y más recientemente, con los ataques por la operación en Caquetá donde murieron adolescentes de las Farc, por el miedo a ser objeto de nuevos cuestionamientos. Ocho meses tuvieron que pasar para que esta semana se usara ese poder aéreo contra el Eln.
Por último, el aparato de inteligencia de las Fuerzas Militares, y del Ejército en particular, ha sido sometido a un ataque sistemático en el que siempre está presente la revista Semana, bajo la dirección de Alejandro Santos. Basta recordar el montaje del caso Hacker, sin el cual su tío no habría sido reelecto Presidente. Entre una cosa y otra, han despedido generales, oficiales superiores y subalternos, y suboficiales de inteligencia y contrainteligencia. No se si algunos miembros del sistema de inteligencia han cometido abusos e, incluso, acto ilegales. No conozco sentencias judiciales que lo hayan comprobado. Si eran culpables, merecido lo tienen. Pero su desvinculación a la carrera, para tratar de apaciguar a periodistas y a políticos radicales de izquierda, es injusta, viola sus derechos fundamentales y no les da derecho a su defensa, vulnera su buen nombre y trunca su carrera militar. Así no deben ser tratados los soldados y policías de Colombia.
Además, no sirve para tranquilizar a las hienas. Esta andanada contra la inteligencia militar tiene un doble propósito: la venganza contra las unidades responsables de asestar los principales golpes a la guerrilla y la intención de dejar ciega y sorda a las FF.MM. Si de paso se puede dañar a los defensores de las Fuerzas Armadas y al partido de gobierno, tanto mejor.
Sin inteligencia, y sin contra inteligencia, las Fuerzas no son más que un montonera de hombres armados. Ojalá el Gobierno lo entienda.