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Luces y canciones en el cementerio
El cementerio era una fiesta como diría Hemingway.
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Jueves, 9 de Diciembre de 2021

Los cementerios, siendo una necesidad tan sentida y tan indispensable, como decir los restaurantes o los dormitorios, infunden no sólo un temor reverencial hacia los que allí reposan, sino físico miedo, terronera, culillo, en horas de la noche.

Cuentan las crónicas bogotanas que algunos poetas de la Gruta Simbólica, medio jinchos de aguardiente que tomaban para el frío y para la inspiración, se iban, a la media noche, a terminar sus tertulias literarias al Cementerio Central. Sobornaban al celador con algún trago, y se metían -Julio Flórez a la cabeza- entre bóvedas, eucaliptos y sombras, a declamar versos de espanto, a improvisar décimas, a invocar espíritus en rimas bien logradas y a meterle filosofía al tema de la muerte. Con algún hueso de muerto en el bolsillo, o alguna calavera sonriente entre el bolso, salían a la madrugada.

Por los parajes de mi infancia y de mi pueblo y de mi ciudad, no he escuchado de poetas que vayan al cementerio a calmar sus ímpetus verbales nocturnos entre tumbas. A veces algún borrachito se queda llorando a su ser querido después del entierro, pero cuando se acerca la noche, sale a calmar su tristeza lejos de los muertos.

El antiguo cementerio de mi pueblo, Las Mercedes, estaba situado al lado del camino real por donde se llegaba a la civilización. Pero de noche nadie transitaba por allí, por temor a ciertas luces que dizque se movían entre las tumbas, y  quejidos lastimeros que de por allí salían.

Sin embargo, cambian los tiempos y las costumbres y hasta los miedos. El pasado Día de las Velitas, tuve que pasar ya de noche por el frente de un cementerio-jardín, y lo vi plenamente iluminado. Lamparitas, veladoras, cirios y velas, y mucha gente. Lleno de curiosidad, entré al camposanto y quedé asombrado. Gente de toda clase, condición y sexo. Como una manifestación política. Como si adentro estuvieran repartiendo regalos de navidad. Como las colas que se forman a la entrada de los bancos para ir a reclamar algún subsidio del gobierno por la pandemia. Como las filas a la puerta de las farmacias donde entregan el acetaminofén que autorizan las eps. Como las colas de carros y motos que se hacen en las bombas de gasolina.  

Pero la diferencia era notoria. El cementerio era una fiesta como diría Hemingway. Unos corrían, otros gritaban, los carros pitaban, las motos pasaban sobre túmulos y cruces, cada quien en busca de la tumba de su ser querido. Y algunos hasta perdidos de dirección.

Una muchacha desconocida, de pelo suelto, sonrisa encantadora y schores inquietantes, me abordó: “Señor, usted que tiene cara de buena gente, ayúdeme: No encuentro a mi tío”. Pero yo estaba más atento de unos mariachis que allí cerca cantaban “Nada es eterno en el mundo”, y rancheroso por naturaleza, como siempre he sido, estaba pendiente del guitarrón y de las voces que retumbaban por encima de vivos y difuntos. “Ya le colaboro”, le dije a la intrusa, como dicen las secretarias de ahora. Cuando la serenata de ultratumba terminó, quise colaborarle a la señorita, pero había desaparecido. Sólo me quedó el aroma de las flores que apretaba en su regazo y el recuerdo de su bella sonrisa. Tal vez el año entrante la vuelva a encontrar, perdida de nuevo, para ayudarle a encontrar su tumba extraviada.

“Dónde anda metido, que escucho una bullaranga como de cantina”, me dijo mi mujer por el celular. De manera que no pude seguir disfrutando de la noche de velitas con  muertos y mariachis y sonrisas bonitas. 

gusgomar@hotmail.com

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