El sentimiento naturalista es una madeja de sueños por hilar, designios a flor de corazón, manos que se trenzan en bendiciones, colores de pan hecho de los trigales que asoman al ritmo del amor por la vida.
La naturaleza se viste de tonalidades, su metamorfosis se mueve con el viento o asciende y desciende al sol y a la luna, cae en lluvias o se silencia en sequías, en fin, hace todo para lucirse, enseñarnos a respetar los ciclos normales y teñir de azul nuestros pensamientos.
En el fondo es como una madre que aconseja, y previene, con el reflejo de su bondad, esa que muestra en una madrugada o en un crepúsculo, porque supone que los humanos somos buenos hijos y guardamos sus rituales.
Pero nuestra lealtad a su misión progenitora está bloqueada por una muralla y, por ello, no escuchamos el eco de su madurez, el cual trata de inculcarnos responsabilidad, como lo hacen con la tierra las corrientes lentas, subterráneas, por las que navega, escondida, su sabiduría.
El tiempo, su guardián mayor, a cada momento nos urge a reflexionar, a hallar el equilibrio y a creer en la labor de aprender el ejercicio de tallar los días con esperanza y subir a la atalaya del infinito.
Es vital renacer en la transparencia de las cosas bonitas de la naturaleza, sembrar su mundo de luz, volverla como los tejados que esperan, como los sentimientos que son refugio de sus ciclos magistrales, porque andan por los nidos de los pájaros y se acuestan a dormir entre las ramas de cualquier árbol.