Acabo de ver la noticia en grandes titulares, y me alegré. Le di gracias a Dios, porque ¡Ah daño que nos ha hecho ese Lucifer! Era lo menos que podía esperarse: darlo de baja. Por mi formación jurídica y por mis creencias cristianas no soy partidario de la pena de muerte, pero en este caso, hice una excepción.
Cuando me vuelva a confesar, después de la pandemia, le diré al confesor que me alegré por la muerte del diablo, y como según nuestra religión nadie debe alegrarse del mal ajeno y mucho menos de su muerte, seguramente el fraile carmelita (soy de la parroquia de los padres Carmelitas) me mirará de frente, arrugará las cejas, me hará un fuerte llamado de atención y me pondrá la penitencia: quince padrenuestros, diez avemarías y cinco glorias, y un categórico “No lo vuelva a hacer”.
A propósito, ahora que se acabaron los confesonarios en las iglesias, los penitentes estamos expuestos a la vergüenza ante el cura, al escarnio privado. Por lo menos hace algunos años, tal vez muchos, el trapito oscuro de la ventanilla del confesonario por donde uno iba descargando su carga de mortales y veniales, impedía que el sacerdote disfrutara de nuestra palidez, sudor de manos y temblor de labios. Ahora, frente a frente y nada más, de tú a tú, de hombre a ministro, de pecador a juzgador, no hay forma de ocultar la terronera y las gotas perladas en la frente y las ganas de ir al baño. ¡Malhaya ese Concilio Vaticano que nos cambió tantas cosas!
Pero me perdí del tema. Decía que me alegré cuando supe que habían matado al diablo. Bendito Dios, porque desde el comienzo don Sata no nos ha dejado la vida en paz. Recuerden que fue en el Paraíso donde, disfrazado de serpiente, tentó a nuestros primeros padres y les dio a comer el fruto prohibido, que no por sabroso deja de ser prohibido. Y desde entonces, ¡chupe, mijo! A trabajar, a ganar el pan con el sudor de la frente, a salirle al astro todos los días, a pagar arriendo, servicios e impuestos. A soportar pandemias, marchas y bloqueos.
Hasta al mismo Jesús se le apareció una vez el tal Lucifer, ofreciéndole dinero en bolsas de plástico, como si Jesús fuera uno de esos. Le tocó al Maestro ponerlo en su sitio y hablarle recio y mandarlo a la Quinta Porra, un lugar que nadie conoce porque todos llegan hasta la cuarta.
Guerras, matanzas, hambrunas y pestes han sido obra del diablo. Y hasta los placeres del mundo y de la carne son obra del Maligno. Por eso Astete nos enseñaba que los enemigos del hombre son el demonio, el mundo y la carne. Nunca entendí por qué la carne, siendo tan sabrosa, era nuestro enemigo, pero aun así, yo me la comía. O sea que uno, pecador, se come hasta al enemigo. Sobre todo en los asados, con yuca y pichaque.
Jamás olvidaré las enseñanzas de mi mamá: “Mijo, no se junte con ese tipo, que es el puro diablo”. O cuando en el pueblo aparecía algún loco, mi mamá se apiadaba: “Pobrecito, se le metió el diablo”. O de alguna muchacha alegrona, mi mamá me prevenía: “Esa es una diabla”. (Ante tanto diablo y diabla de ahora, falta que nos va a hacer el padre Botello, para los exorcismos).
De modo que me alegré con el titular de la noticia, pero se me quitó la alegría cuando leyendo, supe que el muerto no era Satanás, sino un malandrín al que le decían el Diablo. ¡Qué vaina!
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