Si los hilos de la nostalgia buena se atrapan en una red cariñosa, se tejen en el alma. Y es bonito así porque, después, en un abrir y cerrar de ojos, o todo se va, o nos morimos, o vemos cómo se mueren los demás.
Y no son exactamente ausencias, sino recuerdos que tienen hálito de vida y la ventaja de aliarse con el silencio y la soledad, duendes nobles que poseen una esencia de meditación maravillosa.
Todo es efímero, los amores, los amigos, la casa, el trabajo, en fin: además de los retratos, solo quedan las sombras frescas que dan fuerza al corazón para seguir y crear, así, motivos con una ilusión renovadora.
Qué hubiera sido de nosotros sin ellas –las sombras-, sin la madurez que nos dio su belleza temporal, en un consuelo que fue recogiendo las escalas intelectuales dispersas en el viento.
Al final uno ratifica que está solo (eso no es malo) y la marcha de la vida debe dar, a cada quien, su tiempo y su espacio, para afianzarse en las huellas, felices o tristes, y continuar el camino que es único y no da espera.
Las ausencias vigentes, o aquellas remotas que renacen con susurros tiernos, debajo de los sueños, invitan a la fantasía: ora a pensar en ellas, ora a agradecerles, porque lo cierto es que, todas, enseñan.
Queda la luz que se desprende del ocaso, el arrebol que ilumina el misterio azul: alguien, entonces, canta en la llama que sembró la migración de un pájaro; nadie más aparece, sólo los imaginarios del amor, porque únicamente en ellos él existe. Corolario: Los viejos no envejecemos, sino mejoramos.