¿Qué pasaría si no existiéramos? La respuesta es inevitable: ¡Nada! Por eso nuestra fragilidad es obvia, porque somos un minúsculo reflejo de la supremacía del universo.
Eso implica que la naturaleza es una majestuosa obra de arte, perenne, con leyes controladas, con una muestra poética de que cuando se la ama, ella corresponde con el rubor de un crepúsculo bonito, o la belleza de los pájaros migrando entre las flores.
Y su perfección se ratifica porque no necesita ética, las reglas son absolutas y claras, con la certeza de que todo allí es imprescindible. En cambio, los humanos sí, por nuestra condición animal, por la hostilidad desfasada, por las debilidades que nos obligan a construir un sistema de valores para intentar la armonía.
Lástima que no nos demos cuenta de que, en el conflicto entre los instintos y la magia de la vida, se entrometa lo peor, el salvajismo, la hipocresía y la envidia, ensombreciendo el don de ser.
Pero, en el alma se halla una esfera estética, en la cual puede cultivarse la emoción de existir en ese misterio, fascinante, que nos da la oportunidad de adherirnos a la historia del cosmos.
Allí se deposita lo bueno que queda después de la brevedad de la vida: con ese patrimonio, el destino abrirá rutas de esperanza para que no se agote la paciencia del tiempo y deje vivir unos siglos más al planeta.
Ese mérito lo debemos fortalecer nosotros mismos, incluso desde la perspectiva de que somos, apenas, un experimento constante y que, cuando morimos, la naturaleza ni siquiera nos llora, sino abre un nuevo molde para sus ensayos.