Me gustan las estrellas en la madrugada, porque están serenas, se recuperan del intenso brillo que hubieron de rotular en la noche y yacen solas, silentes, como en un fugaz paseo de la vida entre sus puntas.
Su misterio es maravilloso: las de más intensidad son lejanas y viejas; las menos luminosas, recientes.
El amor es como las estrellas y los ojos, es infinito e irreal: así debe ser para andar de paso por las ilusiones, cantando a la melancolía, mirando, desde el umbral de la existencia, lo que se ha ido o lo que retorna.
Los ojos son el silencio que habla desde la orilla del horizonte, mientras retrocede hacia el olvido, en una mirada que transforma la hondura del alma.
Y suben y bajan al cielo, persiguiendo una esperanza en las puertas de las horas, en las sombras de la luz que se evade de la oscuridad.
Es el ritmo eterno de las cosas bonitas, reunidas en alguna brizna especial del destino, para tornarse frescas y abrirse al cielo: es la sonoridad del corazón, el eco de la ternura, en una emoción en paralelo.
Me encanta sentarme al lado de mi nostalgia buena, para abstraer los íntimos reflejos de la serenidad que canta un aria de ópera y emana en el humo del café, en espirales, para esfumarse en el viento, en una cenefa del vestido del tiempo.
La fantasía desborda siempre lo racional; según los caracteres de lo bello, es la suprema depuración de los sentidos, del intelecto y del espíritu para ascender a los sueños y evocar un pensamiento noble.