Lo de la corrupción es un cuento viejo, no de ahora. Lo novedoso es que hoy el mundo vive un derrumbamiento ético y ambiental como pocas veces lo había conocido y que no conoce fronteras sociales, nacionales o ideológicas.
Para combatir la epidemia de corrupción, las normas que se acuerden, ojalá como consecuencia de un consenso nacional, son necesarias pero no suficientes, porque ésta encuentra en la atmósfera social actual un terreno propicio para mantenerse. Se alimenta de una profunda crisis en la concepción misma del sentido de la vida y de la manera de vivir y convivir. Inmediatez vital que exacerba un individualismo que acabó por despojar los proyectos de vida de todo sentido de trascendencia, aislándolos de las vivencias de pertenecer a entornos sociales y familiares determinados que anulan los llamados a la solidaridad con el otro, con ese entorno social; simplemente con el vecino.
En Colombia ese vaciamiento ético de la vida social tiene una expresión dramática y profundamente perturbadora, en la forma cómo muchos de nuestros profesionales - en especial ingenieros, abogados, economistas y administradores - aunque muy bien formados técnicamente en sus campos, adolecen sin embargo de serias carencias en la formación ética y ciudadana que debería enmarcar y orientar su quehacer profesional, máxime cuando la familia abandonó esa tarea y los colegios se preocupan hoy más por enseñar un segunda lengua que en formar seres humanos y ciudadanos a la altura de sus condiciones y posibilidades.
El resultado, abogados que rápidamente se hacen multimillonarios no por defender las normas y los intereses de la convivencia civilizada que esas normas deben proteger, como lo establece su juramento profesional, sino por dedicarse a recubrir con el ropaje de la legalidad, la trampa o la argucia acciones de su cliente para que éste pueda eludir su cumplimiento, con el único propósito de lograr su propio y exclusivo beneficio. O ingenieros que capturados por las exigencias financieras para maximizar las utilidades de intereses particulares en el menor tiempo posible, tiran por la borda sus conocimientos profesionales, lanzándose por atajos que desembocan en tragedias humanas, naturales y sociales, cuyo monumento máximo es hoy Hidroituango, motivo de vergüenza para la ingeniería antioqueña, para la otrora fulgurante EPM y para unas instancias gubernamentales de control y vigilancia que en su modorra culposa, permitieron que sucediera lo que finalmente sucedió.
Son indispensables normas para la lucha contra la corrupción y el país las reclama, pero seamos honestos, ellas solas no bastaran mientras sigamos a la deriva en un vacío ético que todo confunde. El comportamiento de números crecientes de profesionales, así lo señala. Se necesitan castigos y sanciones no solo penales y sociales, sino de las surgidas de una conciencia ética que como seres humanos, nos permitan entender que no todo vale y que el mal es una fuerza real y actuante que puede dar al traste con cualquier proyecto de civilización y convivencia basada en el respeto. ¿Quién le pone el cascabel al gato? Si esta especie de conversión ética no se convierte en un compromiso de todos, nos faltaran cárceles para tratar de encerrar una corrupción desencadenada.
PS Al Presidente Duque se le van las luces al pretender nombrar como directora de la Agencia de Desarrollo Rural (ADR) encargada del impulso de los programas de desarrollo rural, fundamentales en la tarea de rescatar para el bien de Colombia toda, al sector rural de su atraso social y económico, a una señora que desconoce esas realidades y, lo que es más grave, que tiene unas posiciones y unos prejuicios ideológicos que riñen con el sentido y necesidad de un desarrollo rural que durante tantos años ha sido burlado cuando no burdamente tergiversado. Sería un nombramiento a contravía de lo que Duque como Presidente ha planteado y que en mucho se identifica con lo que Colombia reclama con urgencia. Sería un error imperdonable y de consecuencias políticas y sociales impredecibles.