Mañana comienza octubre, mes que, según dicen, es el de las brujas, de los niños y del descubrimiento de América.
A don Cristóbal no le ha ido muy bien últimamente. Le tumban estatuas, le echan la culpa de lo que somos y algunos hasta proponen que dejemos de llamarnos Colombia, un nombre que le hace honor. Desagradecida que es la gente.
Yo recuerdo que una de las fiestas más bonitas, cuando estaba en la escuela, era la del 12 de octubre. Las tres carabelas, hechas de palma y de bejucos, navegaban en la plaza del pueblo, entre la grama y cagajones de las mulas. Al más alto de la clase lo pintaban de Cristóbal Colón, y a los barrigoncitos y chiquitos nos embadurnaban de carbón y de achiote: éramos los indios. La fiesta duraba todo el día y lo que más nos gustaba era que no teníamos clase. Pero ahora, nadie quiere saber nada de España, ni de Colón, ni de los conquistadores. De malas, el amigo Cristóbal.
Octubre, mes de los niños, también dicen. Y los que venden dulces y los que venden papel higiénico hacen su octubre, el 31 de octubre, día de la diarrea, por la cantidad de dulce que comen los muchachitos y las muchachitas ese día. A los que venden disfraces también les va mucho lo bien: Supermán, el Zorro y Blancanieves son los disfraces más apetecidos.
Pero son las brujas las más celebradas en este mes. Brujas, de las que vuelan y de las que no vuelan. Las que vuelan, se reúnen en los aquelarres a celebrar sus ritos, a remendar sus escobas y a prepararse para hacer hechizos, para castigar infidelidades descubiertas, para poner males postizos y para hacer seguimientos a esposos que se pierden para coger hacia donde la otra, la tal por cual, la querida, la quitamaridos.
Entonces, la ofendida, la engañada, la traicionada, la propia, acude donde una bruja a solicitarle sus servicios profesionales, como los diabéticos acudimos donde el diabetólogo, o la cascorva donde el que arregla piernas. La vieja invoca espíritus, fuma el tabaco, echa cartas y dice así con inspirado acento: “Mija, usted tiene razón. Una mona le está quitando a su marido”.
-¿Una mona? ¿Y entonces la negra maracucha? Bueno. Que se queden con mi marido, no me importa. Lo que me preocupa es que se lo lleven con sueldo y todo.
Hay hombres a los que la mujer les manda a hacer brujería para que no respondan en lechos ajenos. El marido, avergonzado de lo que pudo haber sido y no fue, regresa al nido nupcial con el rabo entre las piernas, mientras la esposa sonríe socarronamente y la bruja se gana bien ganados sus honorarios.
Pero no todas las brujas son malas. Hay brujas que sólo saben asustar: graznan sobre el techo de la casa, se ríen a carcajadas estridentes a la media noche, arrastran cadenas a la madrugada, o se aparecen en forma de ataúdes en la carretera a los viajeros nocturnos.
Hay otras brujas, que no vuelan sino que se asoman detrás de las cortinas a ver qué ven en el vecindario, para salir a regar el cuento. Estas brujas no siempre son feas, ni vuelan, ni hacen maleficios. Sólo averiguan, escuchan y divulgan. No vuelan, pero brujean. Y hay que tenerles miedo.
Hay brujitas lindas, a quienes se les perdonan sus brujerías por su sonrisa preciosa, y no importa si tienen unos kilitos de más. La escoba las resiste. A ellas hay que celebrarles con todo su día. Y su mes.
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