Los sonidos del viento dibujan sombras olvidadas y, si uno escucha bien, baja una voz sagrada, un eco distinto en doble vía, de luz o de penumbra, que deja inscrita la semilla de un recuerdo.
La vida entonces se pinta de flores, o de ríos de gente paseando por la intimidad, despacio, de tiempos distantes que se cuelgan de un vaho silencioso y cubren de memoria los episodios que una vez fueron.
Las huellas de las emociones se arrullan en el pensamiento a esculpir una palabra sana que aborde la distancia, ajuste los goces y las tristezas, los estampe en un recodo del corazón.
Entonces uno mismo se vuelve sueño, canción o poema, los únicos medios aptos para conversar con la nostalgia, con la mirada limpia de rencores y el sonoro cantar de una esperanza buena.
La vida entonces cruza por el balcón, con un gajo verde entre los días, con o sin lamentos, con las vivencias bonitas engarzadas en el alma que se cuela por entre las hojas de las matas.
La atraen la música y las páginas abiertas de los libros, aliadas de los duendes, inscritas en la heredad, como si con su silencio blanco eslabonaran sueños de surcos, de cosas y personas en el tiempo.
Y entra –la vida- en la casa, para regar la savia de un reposo espiritual, para latir en las paredes sencillas donde hay cuadros naturales, para sentir la avidez de un soplo que inunda de presagios buenos la costumbre de soñar.