La lentitud es un don del tiempo, lo mejor de sus instantes, una devoción a las ideas nobles y la siembra de un presentimiento de que las cosas y las personas, que valen la pena, son un silencio solemne en la paz interior.
La rutina lenta es deliciosa, porque tiene adherida la semilla de las tradiciones y las costumbres buenas que venían a paso de respeto, sin trastornar los valores, para rescatar los secretos deliciosos que poseen las horas, para refutar a los que dicen que los días no deben parecerse unos a otros, que es necesario vivir sólo el presente y no el futuro, que el pasado ya fue, en fin.
(No es equitativo pensar sólo en el momento que se vive; no es justo con el recuerdo y, menos, con el anhelo de soñar, ni con el sentido bonito de las emociones, porque siempre hay una conversación pendiente con el destino).
Si se la deja fluir libre -a la lentitud-, enraíza alianzas con la música y la lectura, o con el placer de mirar hacia la aurora, a la de ayer o la de mañana, por donde la historia circular impregne el alma de magia y fascinación por lo simple.
Así, con la intuición desplegada hacia la inmensidad del mundo, se pueden captar y amparar los sueños que vuelan en los ojos del universo -y nos espían- para hacer el cambio de piel en las esquinas de la vida.
Para abrirse a la libertad, debe dejarse el pensamiento sin límites, aceptar lo vigente como una bisagra entre pasado y futuro, sin esa abrumante presión de ahora de transformarlo todo, porque sí: Ese privilegio se creó para sublimar nuestros momentos humanos.