El libreto moderno, concebido para destrozar los valores, necesita ser transformado por uno que nos induzca a la libertad responsable, el respeto y la maravillosa esencia de la tradición, añeja en la sabiduría de la convivencia.
La excesiva fertilidad intelectual, después de la globalización, en lugar de ser benéfica, ha sido destructora de los valores humanos, de la exquisita dimensión que tenía la dignidad en la historia de la humanidad.
¿Qué vamos a hacer?
Los exagerados niveles de especialización, en todo, han agravado la excluyente carga de diferencias entre idealistas y modernistas.
Y es claro que, aquellos, somos minoría; ante todo, priman ahora las formas de la tecnología.
Quienes admitimos la realidad, pero no sucumbimos ante ella, tenemos derecho a las ilusiones, aunque la evidencia sea cruel en las demostraciones de deshumanización, de puertas cerradas a la comprensión, de predominio de los intereses individuales sobre los colectivos y de la agonía del romanticismo que diluye sus huellas en la añoranza de la bondad.
De alguna manera el péndulo del supuesto progreso va y viene, yendo más que viniendo, estremeciendo la brecha entre quienes hacen y quienes piensan, contradiciendo las formas de la reconciliación y dibujando la rivalidad que existe entre las generaciones.
Lo cierto es que debemos educar la sociedad, así suene a utopía y que, alguien, debe comenzar, así sea desde el extremo de las minorías, reforzando las estructuras espirituales, el estudio, la intuición, la fe, los modelos de vida que interactúen en favor de la armonía universal.