Cuando uno se vuelve al corazón, extrae de sus pliegues un silencio blando, el rumor de su remanso y las cosas mejores del pensamiento que se esconden para protegerse del olvido.
De pronto, una sombra blanca rompe la rutina y da lugar a un sonido de pájaros que anuncian con la brisa la nostalgia bonita, la alegría de las risas que flotan o la humedad de una lágrima ligera, que son las dos bondades –contrarias- de los sentimientos y la esencia del recuerdo.
El universo de la intimidad no tiene aristas, es ilimitado; ni espacios ni tiempos, es abierto a los sueños; se extiende adentro como una playa del alma, con la marea arrullando las orillas sanas de la melancolía.
Es el escenario apropiado para sembrar allí la luz que aparece en las colinas de los días, en las mañanas de la esperanza o en las tardes del descanso, con la pureza de un azul que viene con la distancia en la mirada.
Pero, si uno comienza a buscar explicaciones, borra el ensueño, lo hace un nunca y no un siempre, lo convierte en ausencia y en su lugar asoman duendes conmovidos que lamentan la pobreza mortal de no ser capaz de cultivar las ideas en su estado natural.
Soñar es aprender a caminar en la fragancia de la madrugada, envolver en el acopio del amanecer los instantes sutiles, acercarse al cielo con el repicar de una campana, de esas de antes, a pregonar una biografía que puede colorearse con los fragmentos del arco iris, cuando se sabe mirar al horizonte.