Las iglesias, de todo tipo de confesiones, agrupan y orientan la vida de miles de millones de personas en el mundo. La iglesia católica, por ejemplo, congrega a mil ciento treinta millones de fieles, consolidándose como la más grande del mundo, a pesar de que cada día pierde personas. En Colombia, los católicos son mayoría, como lo muestran las cinco mil quinientas parroquias que existen. Además, en los treinta y dos departamentos hay ocho mil quinientos sacerdotes impartiendo creencias. No obstante, lo llamativo del tema religioso en el país no es la cantidad de fieles o la cantidad de sacerdotes, sino la cantidad de beneficios que recibe esta comunidad.
El mejor atributo que tiene la iglesia católica, en términos económicos, es la exención de impuestos (no paga IVA ni retefuente, cosa que las demás iglesias sí están obligadas a hacer) a la que está sujeta desde hace décadas, y que fue tallada en cincel en 1973 cuando se realizó el Concordato entre el Estado Colombiano y el Vaticano.
Sin embargo, este atributo no lo comparten el resto de confesiones en el país, por lo que se presenta inequidad. Si tenemos en cuenta que lo sagrado y lo divino pertenecen a planos separados de lo político y lo económico, no hay justificación constitucional para que el Estado privilegie los credos con exenciones de impuestos. Sobre todo, cuando la actividad religiosa parece estar incrementándose rápidamente. El año pasado se constituyeron 434 iglesias. En los últimos tres años: 1.258. Y de todas las constituidas, católicas o no, hay 7.000 iglesias con RUT cuyo patrimonio asciende a los diez billones de pesos, y 145 reportan ingresos anuales superiores a los cuatro mil millones de pesos.
Por eso, no podemos seguir ingenuos al pensar que las actividades espirituales en Colombia se ejercen para lograr la equidad, la erradicación de la pobreza o la salvación de las almas, sobre todo cuando el movimiento de los indicadores no se da en razón de la intervención religiosa.
El argumento con el que se trata de justificar los privilegios tributarios de algunos cultos es que se deben dar beneficios debido al servicio social que prestan estas organizaciones. Sin embargo, es insuficiente, debido a que genera dudas sobre si las fundaciones y corporaciones que se dedican a trabajar por la comunidad que no predican credo alguno, también deberían ser incluidas dentro del régimen de no contribuyentes.
La reforma tributaría podría ser el instrumento para que el legítimo reproche de las iglesias distintas a la católica tenga solución: Permitiría generar equidad y que todos jugaran con las mismas reglas del juego. La reforma estructural tendrá que llegar a lugares donde muchos habían temido llegar: Al gigantesco patrimonio de los cultos, porque gravar a las iglesias no es profano, sino sentido común. La equidad en el tema de las confesiones es urgente, y la idea de que la DIAN debería decidir qué iglesia cumple o no con los requisitos para continuar gozando de privilegios debe desecharse, ya que sería como felicitar al católico y castigar al judío, y en tema fiscal la moral y la subjetividad no pueden ser rectoras. Por lo menos no en un Estado que se declara laico.
Lo justo sería que las actividades económicas que se realizan bajo los códigos 9191 y 9491 del RUT, correspondientes a asociaciones religiosas, empiecen a generar la equidad que tanto buscan en sus sermones, pero que poco aportan en realidad. Porque, sin ánimo de sonar crudos, no es posible ser sin ánimo de lucro cuando se tienen ingresos de cuatro mil millones de pesos anuales.