Una nueva jornada de la historia individual inicia cada mañana, o cada año, cuando se adhieren a la telaraña del tiempo los días que vienen al juego del destino, a la misión ineludible que se teje en el espíritu de la humanidad.
Otra vez la pregunta por la razón de ser, por el enigma de la naturaleza, por la explicación de tantos misterios: ¿será que, alguna vez, alcanzaremos los humanos a entender nuestra verdadera esencia?
No imaginamos qué hay detrás del reflejo que vemos, del arte hermoso que se esconde tras esa corriente absurda de velos que ocultan la ruta buena, para hacernos optar por el camino inverso, para ceder la supremacía de la intelectualidad a unos transitorios soportes materiales.
Es algo así como la enigmática vía de los pájaros migratorios que nosotros, por incapaces de conocerla, decimos que nace por instinto porque no sabemos, como ellos, impregnarla de fantasía e ir hacia la pretensión de crear, de invocar y hallar los hados.
O como la ambrosía, el néctar de los dioses, que sólo aroma en las entrañas a donde se desliza el eco de los sueños bonitos, en la embriaguez del espíritu. O como la rosa, que brota de cada una de las espinas de la vida.
El secreto está en ir reconociendo, poco a poco, la corriente que fluye cuando se dilata el espíritu y los sentidos dejan de ser sólo eso, sentidos, para proyectarse a un encanto que recorre, como un viejo y solitario vigilante, las regiones circulares del alma que guardan el tesoro de la sabiduría.