En el podcast de María Jimena Duzán con César Caballero, hace algunas semanas, sobre candidatos presidenciales, este último clasificó a los expresidentes de Colombia en dos grupos: los que llegaban para hacer cambios y los que llegaban para disfrutar del honor de ser presidentes. Entre los primeros, agrupó a Barco, Gaviria, Uribe y Santos; entre los segundos, a Samper, Pastrana, Duque y Petro.
Creo que lo mismo ocurre en muchas carreras, donde aparecen personas que pasan etapas y asumen cargos con la clara intención de escalar profesionalmente y cumplir sus aspiraciones personales antes que con sus organizaciones. Estas personas se categorizan como promotores de sí mismos, y se les nota a leguas su amor por el poder, más que su deseo de hacer algo significativo con él, ya sea en lo público o en lo privado. Tienen más claro su devenir personal que lo que harán con el poder desde el día en que asumen su cargo. En ese contexto, las instituciones públicas o privadas sufren, porque el ego prevalece sobre la labor, sacrificando este último por sus deseos personales.
Por otro lado, están los promotores y fortalecedores de instituciones, quienes, además, en la política robustecen la democracia y la prensa, así como los pesos y contrapesos que estos representan. Lo hacen a pesar del desgaste que estas acciones tienen sobre su capital político. En este grupo podrían haber estado líderes como López Pumarejo, Echandía, los Lleras, Rodrigo Lloreda y Rodrigo Llorente. "¿El poder para qué?", se preguntaba el segundo de ellos la noche del nefasto 9 de abril de 1948. Creo que esto es también un extremo, pues con el poder político o económico se pueden lograr cambios estructurales de largo alcance en la sociedad. Sin embargo, es imprescindible tener una vocación de poder, pero un poder que sea para hacer, más que para ser. Es impresionante lo que se puede lograr con una institución en crecimiento —ya fuera pública, privada o una ONG— cuando un líder conforma un dream team y esta comienza a avanzar a grandes pasos.
Por su parte, la prensa debe aprender a distinguir entre estos dos perfiles; además, debería ayudar a los segundos a mitigar el golpe inevitable sobre su popularidad por escoger entre la institucionalidad y el populismo, entre el largo plazo a costa del corto plazo, o entre una política impopular pero inmediata que permita fortalecer una institucionalidad sólida.
Es claro que el corte binario entre estos dos tipos de personalidades —de servicio o de escalamiento— puede parecer extremo; ciertamente, siempre hay una intersección entre ambos perfiles. Los promotores de sí mismos no son únicamente ególatras empedernidos; el ego, aunque pueda parecer detestable, es un factor absolutamente necesario para impulsar la adrenalina en la dificilísima carrera pública, especialmente si es electoral. Del mismo modo, los promotores de las instituciones no están exentos de ese ego.
Lo que sí es evidente en los promotores de las instituciones es su gran vocación por estas, por la democracia y por el bienestar de las personas a muy largo plazo.
Con los promotores de sí mismos pasa como en los cónclaves de la Capilla Sixtina: los que entran como Papas, salen como Cardenales.
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