A diario nos enteramos de la crisis por la que atraviesa la humanidad, casi siempre como consecuencia de las desquiciadas acciones que emprenden los propios seres humanos. Los latinoamericanos y caribeños no somos la excepción, sino más bien ocupamos en no pocos rubros el lamentable primer lugar. Así, teniendo una población que no suma más del 10 % de la universal, en cambio más del 30% de los fallecidos como consecuencia de la pandemia de la COVID-19 provino de países de nuestro continente, dejando al descubierto cuan deficientes son los programas sociales y de salud con los que contamos, a lo que se puede sumar la triste constatación que estamos más desunidos que nunca.
Habitualmente se publican comentarios sobre la situación política en Cuba, Nicaragua y Venezuela, resaltando la carencia de derechos individuales en ellos. En las últimas semanas, también hay reiterados análisis de la profunda crisis por la que atraviesa Haití, al punto que Naciones Unidas estaría dispuesta a enviar ayuda humanitaria para amortiguar la hambruna y mortandad masivas, así como el envío de fuerzas militares y policiales para restablecer el orden público. No pocos analistas se refieren a Haití como un caso de Estado fallido. También El Salvador y su autocrático presidente suelen ser noticia de manera continua.
En esta vorágine informativa poco se ha resaltado la crisis de generación eléctrica por la que atraviesa Cuba, lo cual produce una honda preocupación porque por su clima tropical es esencial el funcionamiento de redes de frío para conservar alimentos, medicinas y otros bienes esenciales y de primera necesidad. El paso del huracán Ian, que devastó la provincia de Pinar del Río y tangencialmente a La Habana, dejó al descubierto el colapso del sistema eléctrico, ocasionando reiterados cortes de luz, lo que es atribuido a la falta de mantenimiento e inversión pública, a la vez que a políticas fallidas en materia de energía. Aparentemente desde que la desaparecida Unión Soviética donara los equipos para la generación eléctrica y sus redes, hace ya más tres décadas la inversión en su mantenimiento y mejoramiento casi no ha existido.
Con gran pragmatismo las autoridades han aceptado en medios de prensa que la protesta por servicios básicos deficientes es legítima, aunque insisten en que debe ocurrir solo cuando los funcionarios no hacen su trabajo. Los voceros han comparecido y afirmado como justificado el malestar social luego de muchas horas sin servicio eléctrico, recordando en simultáneo que el cierre de calles o el insulto a funcionarios públicos es un delito que debe ser perseguido.
Así, quienes protestan por la falta de acceso a la energía, como quienes lo hacen por las restricciones para acceder a internet, se suman a quienes se ocupan de la defensa de los derechos humanos. Poco a poco, se descorre el velo de la desinformación y del silencio cómplice, para enterarnos de al menos dos decenas de detenciones, golpizas a jóvenes y amenazas a manifestantes. Se sabe también del inicio de procesos penales por delitos como desorden público, desacato y resistencia. Probablemente en los siguientes días conoceremos más.
A este auge de manifestaciones sociales se viene a sumar la mayor ola migratoria en todo el proceso revolucionario, estimándose en más de 180.000 los cubanos que en lo que va de este 2022 han migrado a los Estados Unidos. En paralelo, mucho se especula sobre la amenaza de un nuevo Código Penal que criminaliza el activismo e inhibe la acción ciudadana y la articulación social. Todo indica que la protesta llegó para quedarse. Desde la precariedad y el temor, las y los cubanos están construyendo ciudadanía.
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