El mundo se vuelve más interesante cuando uno lo observa en su misterio y se hace una pregunta que brota lejana: ¿qué es el tiempo?
Desde la eternidad, que es el reguardo de la filosofía, la reflexión ofrece la solución mayor y absoluta: es, por una cara, el reflejo del universo, y por la otra, la medida espiritual de la consciencia humana.
De manera que se nos plantea una incógnita retadora, e inevitable, para explicar esa vibración interior que nos exige afrontar, con madurez, las razones para asumir el paralelo de existir.
Lo único que poseemos, en realidad, es tiempo; de ahí que debamos descubrir su secreto, liberarlo del espacio y de los afanes humanos para llevarlo a una medición distinta de las posibilidades metafísicas de la inteligencia.
Es un estado de alma, la misión pura que nos vincula a las verdaderas dimensiones del ser, la apertura a un acto de luz que se desprende -un poquito- de la nada, para fluir en una fugacidad de años terrenales.
Un instante de meditación multiplica la esperanza de comprender las fracciones de tiempo necesarias para alimentar con gotas sabias el porvenir, ver las señales latentes e invisibles del destino, interpretar el camino que muestran sus veletas y asomarse a una temporalidad que le exige superar la inutilidad de ser mortal.
La misión es compensar el vacío y orientar el ascenso por la tangente de la imaginación, para identificar los vericuetos nobles que nos dan el pensamiento y el alma juntos.