Tantos años con aroma de incertidumbre deben poseer un motivo primordial, un encanto distinto a lo común, un sueño remoto y perimetral que invite a la fantasía desde una fuente legítima de sentimientos buenos.
¿Qué es, en realidad, la vida? ¿sólo una cronología? No, es mucho más, son brotes de esplendor alrededor de un milagro picaresco, que dibujan el mejor rostro del tiempo.
Sigue –la vida- un curso constante, demoledor, inevitable, soberano, sin vigencias obligatorias de relevo, con la seguridad de dominar el porvenir, de ser certeza para demostrar quién debe obedecer.
En su fluir crea una historia que transcurre en una especie de comedia humana, en un intercambio de principios que pueden ser profundos o simples, alegóricos o intrigantes.
Pero tiene una debilidad, el corazón de los seres humanos, que se convierte en un maravilloso guía: sólo a él deja un rincón noble, para que cultive los recuerdos bonitos y las ideas sensatas, bordadas con la sinceridad de un pensamiento puro y el culto a la gratitud.
Por eso siempre hay un pañuelito blanco despidiendo cada día, con esa primogenitura ética que dan las virtudes, con el símbolo de la grandeza y la sana advertencia de magnificar sus valores.
Sin tratar de ser tan perfecto, uno debe serenarse para corregir, desde el alma, los desvíos del camino y sentirse, así, sublime en la intención de vivir.