La naturaleza no tiene límites; así lo demuestra la contundencia de los rayos que venían, tomados de la mano, una reciente madrugada desde El Tasajero, porque parecían cuerdas violentas de plata ascendiendo por la imaginación, caminos sin rodeos iluminando el vacío hasta la majestad universal.
Me hizo pensar en que, por estar pendientes de lo finito, los mortales olvidamos la noción de trepar a las cimas del macrocosmos, o descender a las simas del microcosmos, a los dos extremos que no se tocan, pero contienen el intervalo de inmensidad que los viejos sabios supieron definir con esa sensatez que da el tiempo: así como es arriba, es abajo.
Hemos perdido el horizonte auténtico, al final del cual se halla inscrita la puerta de la libertad, que sólo debe tocarse con un soplo de la verdad personal, para que sus goznes giren hacia la plenitud.
¿Para qué pensar en todo esto?, ¿no es más fácil aprender a manejar la vanidad y las mentiras sociales, que esa simultaneidad entre los sueños y la voz interior que trata de contar las raíces de las ideas y el lenguaje del pensamiento?
Sí, es más fácil, pero no abre los límites del mundo, ni orienta a esa filosofía íntima, casera, que aquilata los ideales, ni refresca el alma, como cuando los pájaros lo hacen a gorgojos con el agua menuda.
La vida debe ser una estación mítica, reserva de relámpagos, tal vez, para acumular fuerzas y resistir los embates furiosos de la naturaleza, o de las emociones, que son similares: para ser esencia y no accidente.