La democracia está enfrentando actualmente uno de sus desafíos más significativos. A lo largo de este siglo, y especialmente en la última década, la crisis de nuestro sistema político se ha vuelto cada vez más evidente. Factores como el abuso de las redes sociales, un incremento sin precedentes de la desigualdad económica, la influencia creciente de los actores económicos en la política, una polarización cada vez más aguda y la desconexión en aumento entre los partidos políticos y sus bases ciudadanas se han erigido como catalizadores principales de esta crisis a nivel global.
Este panorama desafiante nos impulsa a una reflexión crítica sobre el estado actual y el futuro de nuestras democracias.
Los gobiernos de Jair Bolsonaro, Viktor Orbán y Recep Tayyip Erdogan no se destacan por fomentar la transparencia, fortalecer las garantías para la libertad de prensa, ni por proteger la integridad de las elecciones. Sus métodos de gobernanza se caracterizan por ataques constantes a las instituciones y los partidos políticos opositores, y una reiterada centralización del poder. Aunque estas tácticas no son especialmente innovadoras, son, sin duda, efectivas y perversas, ya que son estrategias de acumulación de poder utilizadas históricamente.
En Brasil, Hungría y Turquía, hemos observado una marcada falta de transparencia gubernamental, restricciones a la libertad de prensa y dudas sobre la integridad de sus procesos electorales. Estos líderes comparten un enfoque común en su gobernanza: confrontar constantemente las instituciones democráticas y los partidos de oposición, al tiempo que buscan consolidar el poder en el ejecutivo. Aunque estas estrategias no se caracterizan por su originalidad, son eficaces al centralizar el poder, una técnica históricamente comprobada en diversos contextos políticos.
Jair Bolsonaro, Viktor Orbán y Recep Tayyip Erdogan no solo emulan modelos históricos de control y dominación, sino que también aprovechan las debilidades estructurales de los partidos políticos contemporáneos. En un contexto global de envejecimiento poblacional y disminución de la tasa de natalidad, muchos partidos opositores fallan en renovarse, creando barreras que limitan la participación y el desarrollo de líderes políticos jóvenes.
Esto lleva a un predominio de figuras de mayor edad en espacios de deliberación política, donde la experiencia, si bien es valiosa, frecuentemente no se equilibra con la energía y nuevas perspectivas que la juventud puede aportar.
Esta falta de renovación resulta en un estancamiento que favorece a los líderes autoritarios, quienes aprovechan esta falta de dinamismo para afianzar su control. Con tanta experiencia en el manejo del poder, el filibusterismo —definido como obstruccionismo parlamentario— se ha normalizado a tal punto que hoy en día una minoría de congresistas puede sabotear la deliberación con su simple ausencia. En vez de abordar los debates sobre el bien común con sinceridad y racionalidad, se han legitimado posturas extremas que, con frecuencia, coinciden con los líderes de las crisis y los escándalos.
Ante este panorama complejo, el futuro de la democracia depende de nuestra capacidad para adaptarnos y enfrentar estos desafíos, manteniendo un fuerte compromiso con los principios democráticos. En un mundo donde la deliberación racional y honesta es cada vez menos común, es crucial que los líderes democráticos se esfuercen por revitalizar sus partidos y sistemas políticos.
De lo contrario, la estructura actual y la falta de dinamismo de los partidos contemporáneos continuarán dejando espacio para que los líderes autoritarios definan los asuntos de la poli. Sin una respuesta adecuada, nos acercamos peligrosamente a un periodo que podría recordarnos a la era medieval, pues no solo existe una tendencia a despreciar la ciencia política.
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