Lo supe la tarde calurosa en que mis hijos me pidieron un helado. El calor apretaba, la brisa juguetona de otras tardes no llegaba, los ventiladores esparcían un aire tibio, y el agua de las tuberías bajaba caliente.
-Cuando suene la campanita del carro de los helados, me avisan –les dije esa tarde, dispuesto a calmar el calor con paletas de agua de colores.
-¿Campanita? –dijeron mis hijos-. Eso ya no se usa.
En efecto. No fue una campanita lo que pasó por la calle, sino un tipo en bicicleta, acondicionada como carro, que empujaba un tanque de helados, y con un altoparlante chillón y fastidioso anunciaba su producto.
Estuve tentado a salir a echarle madrazos al vendedor de helados, por la bulla ensordecedora que hacía, pero ya mis hijos se me habían adelantado en busca de las paletas de agua.
Pensé en la falta que hacía la campanita aquella que anunciaba la cercanía del vendedor de helados y paletas, sin gritos, sin estridencias, sin causar sorderas y sin contaminar el ambiente. Un día los vendedores de paletas en carritos hicieron un paro y salieron a protestar sonando sus campanitas sin vender helados. Fue cuando se puso de moda aquel refrán que dice: “Puro tilí, tilín, y nada de helados”, que después se les aplicó a los políticos.
Otro día, un candidato hizo su campaña con un megáfono. Ganó sobrado las elecciones. Entonces se pusieron de moda los megáfonos y las cornetas de sonido y los altoparlantes para que los vendedores anuncien por la calle lo que venden. Hasta ahí todo bien. Lo único malo es que lo hacen a grito entero y a través de unos aparatos chillones que dañan tímpanos y quiebran vidrios.
Ofrecen de todo: productos del campo y de la ciudad. Aguacates a mitad de precio, promociones de papa, ofertas de tomate criollo, compra de hierros viejos, cartones y chatarra. Cuando aún se escuchan los gritos del que vende bananos, aparece el vendedor de aceite de marihuana para el dolor de rodillas y el que anuncia bollos de mazorca y el de las hayacas a mil pesos. Todo un mercado persa (¿cómo serán los mercados en Persia?) por las calles del centro de la ciudad. Tal vez con campanitas el asunto sería más llevadero.
Caí en cuenta que tampoco en la iglesia de mi parroquia había vuelto a escuchar campanas. Las que llamaban a misa. Las que daban el ángelus. Las que con dobles llamaban a misa de difuntos. Las que tocaban plegaria cuando había algún incendio. Ahora utilizan un equipo de sonido y con canciones llaman a la feligresía. Sólo en Semana Santa las campanas callaban. En su lugar sonaba la matraca con un sonido opaco de madera. Pero el domingo de Resurrección brotaba de nuevo la alegría de las campanas.
Los relojes despertadores tenían un sencillo mecanismo que hacía repicar una campanita a la hora señalada. Se acabaron los relojes de campanita. Los timbres de las casas eran campanitas. Y los teléfonos fijos (no había celulares) repicaban. Las bicicletas no tenían pito ni trompeta, sino un timbre como campanita. Y en los colegios era una campana la que señalaba la hora del recreo. El carro de los bomberos se anunciaba con una campana y el carro repartidor de gas y el que recogía las basuras. Era como si el mundo se moviera a base de campanas.
Pero se acabaron las campanas y cada uno hace lo que le da la gana. El mundo está convulsionado por falta de campanas que impongan orden. Sin campanas vamos mal.
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