Se acabaron las tarjetas navideñas, esas que uno mandaba a hacer en las tipografías para enviar a los amigos, a mediados de diciembre, cuando empezaban a sonar villancicos. Hasta hace unos años, los villancicos eran manifestación de alegría porque la navidad ya comenzaba. El burrito sabanero llegaba en diciembre y no como ahora que desde agosto ya viene rebuznando. El Antón tiruliruliru era para las novenas. Ahora es cuña comercial para vender regalos y licores.
Pues bien. Cuando en el ambiente se empezaban a respirar los aires navideños, uno hacía una lista de las amistades a quienes se recuerda con cariño (o por algún interés particular), para enviarles una muestra de ese cariño. Eso obviaba tener que mandar un regalo o una ancheta.
El árbol de navidad se iba llenando de las tarjetas que llegaban, y que se mostraban como prueba del afecto que nos tienen ciertas personas. Un árbol florecido de tarjetas, era de una familia importante.
La leyenda era la misma, simple y poco original: “Perico de los Palotes desea a ud (s) una feliz navidad y un próspero año nuevo”. Y las fechas. Lo único que cambiaba era el dibujito: una estrella, unos camellos, los reyes magos, una gruta, en fin. Con eso era suficiente. Una tarjeta navideña era la manera de demostrarle al amigo, aunque estuviera lejano, que seguía en la lista de los escogidos.
Hoy, la costumbre se perdió. Los adelantos tecnológicos acabaron con el romanticismo de enviar y recibir tarjetas, que en diciembre tomaban una connotación especial: la alegría y los deseos de que las fiestas se pasaran sabroso.
A decir verdad, la tecnología arrasó con muchas de nuestras costumbres querendonas. No sólo las tarjetas navideñas llegaron a su fin. En general, las cartas se acabaron. Nadie le escribe cartas a nadie. El novio no tiene necesidad de mandarle papelitos a la novia: “Nos vemos a la salida de misa”. El celular, la llamada, el wassap, lo hacen de manera rápida, pero, sin el encanto que producía la llegada de un mensaje escrito. Se acabaron los correos, aquellos que fueron tan famosos, incluso en la literatura.
Alguna vez, cierto coronel murió de viejo, esperando una pensión del estado que nunca le llegó, pero el hombre iba todas las semanas a la oficina de correos en espera de la carta que le anunciara su pensión. El coronel fincaba su esperanza en el correo. En alguna carta. El hecho, real, le dio pie a García Márquez para escribir su célebre novela corta El coronel no tiene quién le escriba, catalogada como una de las mejores cien novelas de la literatura castellana. Hoy no hay cartas ni oficinas de correos y telégrafos porque los telegramas también se acabaron.
Nuestra poetisa María Ofelia Villamizar Buitrago (de Arboledas), escribió un hermoso poema en el que un campesino le ruega a una empleada del Correo que le escriba una carta haciendo ver que es el hijo ausente el que le escribe a la mamá. El hijo se fue y no volvieron a saber nada de él. Y la madre espera por lo menos una carta.
Los enamorados se escribían, los esposos ausentes se escribían, los padres y los hijos se escribían. Hoy nadie sabe ni siquiera cómo se escribe una carta. Y cuando el asunto era de urgencia, se apelaba a los telegramas, del sistema Morse, un lenguaje de puntos y rayas, que los telegrafistas descifraban y hacían llegar al destinatario.
Se acabó el romanticismo. Se acabaron las cartas y las tarjetas navideñas. ¿Será que alguien todavía juega a los aguinaldos?