El artículo 5 de la Constitución proclama: “El Estado reconoce, sin discriminación alguna, la primacía de los derechos inalienables de la persona y ampara a la familia como institución básica de la sociedad”. El 42 reitera que la familia es el núcleo fundamental de la sociedad; dice que “la honra, la dignidad y la intimidad de la familia son inviolables”; que “las relaciones familiares se basan en la igualdad de derechos y deberes de la pareja y en el respeto recíproco entre todos sus integrantes” y que “cualquier forma de violencia en la familia se considera destructiva de su armonía y unidad, y será sancionada conforme a la ley”. La misma disposición consagra que la pareja tiene el deber de sostener y educar a sus hijos “mientras sean menores o impedidos”. Es decir, es un derecho, una función y un deber de la familia hacerse cargo de su educación, en todos los aspectos, y con plena libertad, según sus valores y criterios. Es algo que no corresponde al Estado sino a los padres, y el Estado no puede invadir esa órbita.
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Por otro lado, el artículo 44 de la Constitución dispone que los niños serán protegidos contra toda forma de violencia física o moral, y contra el abuso sexual, entre otros peligros. Y agrega que los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás. El 45 estipula, respecto a los adolescentes, que tienen derecho a la protección y a la formación integral.
Es claro que, a la luz de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, las medidas legislativas, administrativas, sociales y educativas que adopte el Estado son las apropiadas para “proteger al niño contra toda forma de perjuicio o abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación, incluido el abuso sexual”, mientras se encuentre bajo la custodia de los padres o de quien lo tenga a cargo.
Estas normas -tanto las constitucionales como las convencionales- buscan la protección de los niños, no su madurez prematura en materia sexual.
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A nuestro juicio, el legislador no debe -contra la Constitución y los tratados- promover iniciativas que conspiren contra esas garantías esenciales, ni despojar a los padres de familia de las indicadas funciones y derechos, en lo que atañe a la educación sexual. Es equivocado trasladar al Estado el papel de la familia, y despojar a los padres de su libertad de enseñanza. Y muy grave hacer obligatoria la denominada “ideología de género”, que los padres -en ejercicio de la libertad que la Constitución les garantiza- pueden o no compartir, y tienen todo el derecho a no educar a sus hijos dentro de ella.
En estos días, en España, una ley -supuestamente orientada a proteger a los menores-, ha conducido -por el contrario- a la libertad de violadores y abusadores, sobre la errónea base según la cual no es delictiva la relación sexual con un menor, si éste da su consentimiento.
La ministra española de la Igualdad, autora de la iniciativa, ha culpado a los jueces y tribunales por el efecto perverso de una norma improvisada y equívoca. Que no pase aquí lo mismo.
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