De tanto haber sido buena la vida, le he perdonado su espejo superficial y he guardado en mis alforjas una extraña gratitud, demoledora de recuerdos malos, que libera la mirada hacia las emociones que deben salvarse.
En un perchero imaginario cuelgo los recuerdos, para que nadie los encuentre, para que sólo sean míos, en un concierto de brisas desprendidas de los años, o un tejido trenzado con hilos de nostalgia.
He aprendido a colgar lo mejor, las palabras que se trepan en mi silencio con una voz pura, la ilusión que se aproxima al porvenir, la música que se mete en la consciencia y cultiva una semilla de paz interior.
Y en un escaparate viejo, de madera huraña, escondo mis sueños, los que se toparon con el eco infinito de mis sucesos bonitos y rodean mi alma, así como los pájaros carpinteros picotean los bordes de la fruta de mango, amarrando las alas al viento y sembrando un susurro en la memoria.
Cada vez que la madrugada termina, los duendes se duermen y debo volver a la realidad, guardar la niebla seductora en un aparejo de sombra, para que el aroma del café, en una casa chiquita del pueblo frío que añoro, no se salga por la melancolía de un fogón.
Mientras tanto los relojes, que van y vienen, me esperan a que cumpla la superficialidad cotidiana y la madrugada retorne a alargar lo fugaz del pasado, hasta la corteza del corazón. Me gusta rasgar el horizonte, volverlo ensoñación y disponerlo a ser la sublime hipótesis de la esperanza.