Los sentimientos poseen instantes de convergencia (retorno), se plantan en el alma con la alegría circular de los pájaros, se transforman, crecen en el fulgor que ronda el infinito y reconocen la mañana pura, para tupir las costuras tristes con hilos del arco iris y adivinar las buenas ideas.
Así, uno puede –debe- dejarse llevar por la suma de los tiempos bonitos, por los vientos favorables, cruzados, que han surcado por su vida y por esa sensación de poder adaptarse a los guiones cíclicos del destino, hasta que aparece el rol final que sublima la intimidad.
Y olvidar haber sido sólo suplente de sí mismo, dejar de lado la historia de las máscaras que ha usado, las superficialidades que lo han oprimido, tantas cosas que fueron pasado inútil y no acabaron nunca de forjar bien el presente.
Si los pájaros picotean en las tinieblas descubren sesgos amables, trocitos de luz, de esperanza y aquellas aristas, mágicas, que se tocan con la varita de la imaginación para abrirse en sol, o en cielo, para aceptar con bondad las alternativas de libertad.
Se trata de protagonizar, de nuevo, la ilusión mayor de vivir plenamente, acoger el eco de las emociones buenas, crecer al ritmo del corazón y comenzar, otra vez, a sembrar semillas frescas.
Los sellos de la dignidad se aquilatan en la madurez y dibujan la luminosidad blanca del crepúsculo, esa que se quiere desprender de la borrasca, yacer y disfrutar en armonía, para descansar en el ala de un sueño sereno y treparse en el rumor generoso del destino.