Los pobres, románticos y, “majamás”, viejos, ennoblecemos la intuición: entonces, podemos concebir a Rusia como un largo tren de sueños el cual, igual que en Siberia, recoge las ilusiones y recorre el presente elástico del corazón; o, aquella vieja barca que surca el Volga con los siglos venteando a sus espaldas.
Una nación que nos ha sembrado un tiempo distinto en la mente y en el alma, nos ha dejado percibir un querer ser de otra manera; algo que, de puro grande, nos hace añorar el silencio y la soledad en los que se asienta, convocando, o imaginando, el eco de cada una de sus nostalgias.
Sabemos de cada copo de nieve que juega en las estepas y nos deleitamos en las cosas aprendidas de los literatos, músicos e ideólogos, en fin, de esa esencia de arte y sabiduría que nos ha enseñado su seductora historia.
En mi caso, he tenido una estrecha relación con Rusia, íntima, diría yo, a través de la lectura y la música, acercándome a su dimensión con ese anhelo que tengo de aprender, en emociones, la grandeza de los pueblos.
He subrayado en mis libros instantes sublimes, intransferibles, que han hecho grata la vivencia de autores y compositores, del alma de los campesinos, de los fogones de las isbas, de la espiritualidad que la cruza, de los rincones de primavera que retienen el verde de las hojas, cuando pasa un poco el invierno y se siente la tibieza de los labios del sol.
El boleto lo adquirí con suspiros, porque la he intuido siempre en su melancolía ancestral, en el reflejo de la luna en el lago Baikal, en la voz de un duende ilustre llamado Dostoievski, en el rastreo del viento andariego, en la fantasía de la libertad -como en la obertura de 1812, de Tchaikovski-.