Para reconocerse como tal, el ser humano debe filosofar: así suene aburrido, o misterioso, pero necesita ejercitarse en esta tarea que cumple, incluso sin darse cuenta, cada vez que examina de manera crítica una situación.
Es como el reto de responder a las exigencias de una especie de honor espiritual, para dar un salto al alma y permitir que el tiempo, y el espacio, le den una visión del mundo menos simbólica y más intelectual.
Es imprescindible hacerlo –filosofar- para aproximarse él a su propia verdad, para entenderse a sí mismo y lograr una explicación de los enigmas metafísicos que tratan de hacerse un lugar en las ideas.
La vida es sólo un paréntesis, un breve registro del universo, un pedacito temporal de la grandeza infinita; por ello, debe tratarse en su esencia de ser una variante específica y marginal de la eternidad.
Porque somos una colisión de poderes entre materia y espíritu, que se trenza en contradicciones: creemos saber quiénes somos, pero, al mismo tiempo, cerramos el margen de acción de la consciencia.
Para asegurar un cambio digno, espiritual e intelectual, debemos sembrar en la historia aquellos pensamientos buenos, íntimos, que puedan acariciar el arco iris con una sonrisa de golondrina.
(A riesgo cierto de ser incomprendidos, los que pensamos así, caemos en una especie de desgaste, por lo absurdo que se ha vuelto comprometerse en la cultura, en una época en que la vergüenza ronda al arte. ¡No importa!).