El segmento humano del alma anhela dibujar la ruta al destino, anticipar el mundo, sentarse una mañana fresca a deshojar los suspiros de las flores, e imaginarse un testimonio feliz del porvenir.
Pero si uno intenta cambiar el destino no lo logra, no es capaz; si lo respeta y lo acata, él mismo se vuelca, desbordante, orienta y permite hallar el sendero de piedritas hacia la opción de soñar.
Ocurre que la madeja de los grandes misterios tiene su debilidad: se deja desenredar si uno espera fiel los momentos providenciales, con esa reverencia debida a los principios fundamentales.
De pronto, en un breve remanso que se llama recuerdo y se esconde en las arrugas del corazón, aparece una fascinante región de fantasías que da giros decisivos a los enigmas y revela las verdades ocultas.
Entonces uno halla alternativas para superar las encrucijadas, guardar los verbos bonitos del camino, arropar las ilusiones en una cajita acurrucada en un rincón, y dormirse en el canto de los pájaros.
Al final, el tiempo gana: la vida evoluciona y vibra para que uno se levante y se parezca al universo, en el cual todo está en constante cambio, que hace que nunca deba detenerse el ascenso intelectual.
Hay un infinito esperando, una sombra serena rondando el alma, que crece al asomarse uno a los linderos de la libertad, donde el pensamiento adhiere a las alas de los pájaros que poseen la virtud de intuir la eternidad.