Vivir es algo así como tejer con paciencia las menudencias que ocurren, similar a insertar señuelos para lograr la pieza final, después de corregir los hilos sueltos y volverlos a su lugar en el espacio y en el tiempo.
Siempre dejar rastros para regresar, por si algo se olvidó: el aroma del campo bonito, los arroyuelos, las ondas del viento, o la majestuosidad de los rincones donde se sienta el tiempo a descansar.
Es como sembrar en un jardín o escuchar el rumor de los pájaros y los árboles contando la historia de la miel, o la primorosa ofrenda de los colores irisando la mañana con la alegría de la mariposa que aletea, ver la sombra limpia de los juegos naturales y acariciar la delicadeza de pétalo de los sueños.
O absorber el tañer de suspiros de las campanas y subir a la colina de los días para mirar hacia los días felices, recordar las costumbres sencillas y los sentimientos que nos hacen valiosos.
Por eso el tiempo se parte en astillas, para nutrir la avalancha de sucesos y contar los anhelos del destino, hacer sentir las maravillas del poder de la naturaleza que se dibujan en las muestras ingenuas de las flores o la fragilidad de una crisálida emergiendo.
Así, el destino nos protege, genera una especie de milagro sagrado y constante para orientarnos en el camino y asomarnos a las grutas donde habitan los secretos, a los círculos de armonía que nos retornan a nuestro interior.