A un ser humano se le puede quitar casi todo, pero pretender despojarlo de su dignidad, de su honra y de su buen nombre es algo verdaderamente abominable y peligroso. El asesinato moral, perpetrado a través de campañas articuladas de desprestigio, se constituye en una estrategia ruin e infame, cuyos efectos pueden ser más nocivos que el mismo aniquilamiento físico. Muchas veces el único patrimonio de un hombre es su actuar y modo de proceder en la vida. Esa herencia de principios es, sin duda, un legado de mayor importancia que el dinero y las posesiones materiales.
Nuestra legislación tiene una historia jurídica interesante respecto de la protección legal del buen nombre, tradición que se ha venido a menos, gracias a recientes fallos ideologizados, que desconocen las más elementales prerrogativas constitucionales entregadas a los ciudadanos. Pero no siempre fue así: en otras épocas, el honor tenía el sitial que se merece. Hoy, cualquier “Pedro de los Palotes” injuria y calumnia sin mayores consecuencias, porque la politiquería judicial falla con el hígado, para agradar a unos y perjudicar a otros, desconociendo que la verdadera justicia es la que le da a cada quien lo que le corresponde, sin distingos de raza, condición o forma de pensar.
Traigo a colación el tema porque, en reciente fallo de tutela de primera instancia (una decisión absolutamente contraria a la Ley, por lo demás), le fueron “derogados” de un tajo los derechos fundamentales al presidente Álvaro Uribe Vélez. ¿Si eso pasa con un ciudadano que fungió como Jefe de Estado y de Gobierno, qué podemos esperar el resto? Lo que todo el mundo parece olvidar es que, como lo dijo acertadamente Montesquieu, “cualquier injusticia contra una sola persona representa una amenaza hacia todas las demás”. Pero, bueno, el ser humano es el único animal que no aprende de experiencias ajenas; todo tiene que padecerlo en carne propia, para poder asimilarlo.
Vivimos días aciagos, en los que los difamadores usurpan el lugar de las autoridades judiciales, adjudicando delitos a tutiplén, sin fórmula de juicio, y los jueces fallan de acuerdo con sus gustos y malquerencias. El juez de primera instancia del presidente Uribe, el señor Tirso Peña, según lo revelaron Los Irreverentes, tiene varias investigaciones por prevaricato; ergo, no es extraño que hubiese procedido como lo hizo. Así las cosas, basta con construir una narrativa falaz y repetirla todo el tiempo, y encontrar un operador judicial que de alguna forma la avale, para dar por cierto hechos que nunca ocurrieron.
El caudillo Jorge Eliécer Gaitán, además de político, fue un reconocido penalista. La última defensa que hizo (nunca fue censurado por ello) fue la del teniente del Ejército, Jesús María Cortés Poveda, procesado por el asesinato del periodista manizaleño Eudoro Galarza. Este último había publicado una información según la cual el militar había cacheteado en público a un soldado. Cortés le pidió la respectiva rectificación a Galarza, al considerar que la noticia era falsa. Galarza se negó a ello, y varios días después el teniente se presentó en la oficina del periodista y lo ultimó de varios balazos, sin mediar palabras. El 9 de abril de 1948, la misma fecha en la que horas más tarde sería asesinado, Gaitán logró la absolución de su cliente, demostrando que aquel actuó en legítima defensa de su honor mancillado.
No pretendo que, como en los tiempos de Gaitán, la difamación sea una causal excluyente de responsabilidad, que permita tomar la justicia por mano propia, ni más faltaba; me conformo con que, por lo menos, los jueces y la sociedad entiendan y acepten que debe mediar una decisión judicial en firme, para que un ciudadano pueda llamar a otro delincuente. Esa es una reflexión que todos debemos hacer.
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