Varias personas, que son amables lectores de esta columna, me han dicho que quién se inventó eso de la segunda vuelta, que por qué no se elimina, etc. Debo decirles a todos mis lectores que la segunda vuelta en elecciones uninominales –el ballotage, como lo denominan los franceses-, tiene un sentido fundamental y es que el elegido tenga toda la legitimidad y en esa medida una mayor representatividad y capacidad de conducir el gobierno; porque inevitablemente debe ser elegido por lo menos por más de la mitad de los votantes, al ser solamente dos los competidores y que no termine siendo elegido simplemente por la minoría más grande –como sucede en elecciones de nuestros alcaldes que en ocasiones lo terminan siendo con votaciones que sólo representan la minoría más grande-. Esa es la gran importancia de la segunda vuelta –creo que incluso debería extenderse a las ciudades capitales-. Y por ello fue incorporada en nuestro ordenamiento constitucional en la Constitución de 1991, producto de la Asamblea Nacional Constituyente en la cual confluyeron diversidad de fuerzas políticas, en su orden por el número de constituyentes, el Partido Liberal, la Alianza Democrática M-19, el Movimiento de Salvación Nacional, el Partido Conservador, la Unión Patriótica, los dos constituyentes indígenas, los dos cristianos, el constituyente del Movimiento de la Séptima Papeleta y posteriormente se sumaron los constituyentes de otros grupos guerrilleros desmovilizados.
Parcialmente podemos decir que en ese corto período de tiempo –tres semanas- la campaña presidencial se recompone porque se produce adhesiones a una u otra candidatura de las fuerzas políticas que quedaron por fuera de la contienda –eso puede conllevar mejoras, ajustes o eventualmente cambios en los programas de los candidatos-, o toman la decisión de no participar o votar en blanco; igualmente se busca llegar a los votantes indecisos o que no participaron en la primera vuelta, para tratar de incrementar el caudal electoral de cada opción. Pero las estrategias de campaña pueden lograr ese acercamiento de votantes o por el contrario alejar más a los indecisos, si la estrategia es la agresión o insulto a los adversarios. Entre primera y segunda vuelta y por diversas razones Andrés Pastrana le ganó a Horacio Serpa, porque supuestamente ese candidato sí iba a hacer la paz y el resultado fue el que conocimos; igualmente Juan Manuel Santos le ganó a Oscar Iván Zuluaga en su re-elección con el apoyo de las fuerzas partidarias de concluir el Acuerdo de Paz con las FARC.
Ojalá estas dos semanas restantes de campaña, que a muchos ya tiene fatigados, se logren realizar con mensajes atrayentes para los votantes, sin insultos ni agresiones entre las campañas y colocando como prioritario la idea que cualquier gobierno que sea elegido debería promover un gran acuerdo nacional –lo que sí haría la diferencia con la política del pasado reciente, del odio y la agresión permanente- para impulsar políticas como: 1. una clara defensa de la Constitución de 1991 –no significa que no se puedan hacer reformas de la misma, pero deben ser producto de amplios consensos políticos y sociales-; 2. la implementación integral del Acuerdo de Paz, 3. iniciar y concluir un acuerdo con el ELN; 4. definir una política de seguridad y paz para someter a los grupos de crimen organizado y lograr terminar con la violencia, especialmente en el mundo rural; 5. una política exterior que debe ser en función de intereses nacionales; 6. una política social de prioritaria atención a los compatriotas más desfavorecidos.
Si lográramos eso, sí podríamos decir que hemos iniciado un nuevo ciclo en nuestra historia política y avanzaríamos en profundizar nuestra democracia.