Para emitir palabras, solo debemos tomar aire. Aunque estas sirvan para transmitir mensajes, no suelen ser tan expresivas como los gestos que —a veces— resultan reveladoramente honestos. Ha transcurrido casi un mes desde que el presidente Gustavo Petro dejó plantados a los magistrados de las Altas Cortes colombianas. Esperaron durante más de una hora a que se decidiera quién tomaría posesión de los dos nuevos integrantes de la Corte Suprema y Constitucional.
Pocos días después de la celebración del evento, el Gobierno reglamentó la admisión como voceros de la «paz total» a algunos integrantes de organizaciones sociales o humanitarias privados de la libertad. Esta misma semana, a tiempo para la Nochebuena, quedó en libertad un grupo de integrantes de la Primera Línea. Quizás los escogidos sean líderes comunitarios jóvenes que no merezcan haber sido detenidos. En una democracia liberal es inadmisible la penalización de la protesta en sí misma, lo que es muy distinto de los desmanes violentos. Sin embargo, la ligera solución de crear y asignar funciones jurisdiccionales a la Comisión Intersectorial de la Reconciliación y la Participación Ciudadana afecta gravemente la independencia del poder judicial, máxime cuando el presidente es quien armará las listas definitivas.
Así lo advirtieron algunos fiscales, jueces y magistrados, incluido el presidente de la Corte Suprema de Justicia, provocados previamente por nuestra cabeza de Estado. Ante estos reparos, el ministro Néstor Osuna tuvo que aclarar que, «en todo Estado de derecho, los jueces tienen la última palabra». De la misma forma lo hizo el presidente, quien insistió en que «necesitamos más jueces, más independencia y más justicia restaurativa». El problema de las palabras no es solamente el escaso esfuerzo que debe hacerse para emitirlas, sino que también pueden ser contrarias a los hechos e incluso pueden servir para manipular nuestra percepción de la realidad.
Petro conoce de primera mano los riesgos de que autoridades administrativas estén facultadas para tomar decisiones jurisdiccionales, pues él mismo fue destituido por una de estas cuando desempeñaba el cargo de alcalde de Bogotá. Sorprende entonces que una de sus primeras decisiones como gobernante haya sido precisamente desnaturalizar funciones que, de acuerdo con nuestra Constitución Política, deben ejercerse por los fiscales y jueces penales. El eufemismo «recomendar» y la indicación verbal (que no quedó en la vaga reglamentación) de que los jueces tienen «la última palabra» no logran tranquilizar a quienes creemos en la democracia.
En cambio, los gestos son más dicientes. Junto con la reforma política, la finalidad de concentrar el poder con ayuda de la denominada aplanadora del Gobierno podría tener serias consecuencias en las próximas elecciones. No debe improvisarse con la estructura del Estado; las ramas del poder no son calles bogotanas por las que pueda pasar la máquina tapahuecos. Tampoco sería correcto traer camiones de basura del extranjero para que nos rescaten de los ríos de expedientes de tutela que —muy a mi pesar— rebosan la Corte Constitucional a espera de que alguien las escoja para resolver las injusticias que vive el país. Las amplias facultades asignadas al presidente no solucionarán los problemas estructurales de la justicia, causados por la inequidad y la falta de oportunidades, dificultades que solo pueden superarse construyendo escuelas, centros de salud y vías terciarias, conectando al país, proveyendo servicios públicos y combatiendo el hambre.
En lo que tiene que ver con el actual sistema judicial, nos corresponde eliminar las barreras que impiden al Estado garantizar el derecho fundamental de acceso a la jurisdicción, elevar los niveles de formación de los jueces e implementar el Sistema Nacional de Estadísticas Judiciales. Estas decisiones pueden adoptarse mediante leyes de procedimiento, así como invirtiendo en educación y tecnología. La Rama Judicial también requiere reformas constitucionales, pero los gestos del Gobierno nos permiten concluir que este no es el momento para ellas, pues pueden distorsionarse y convertirse en la vía rápida para destrozar las instituciones democráticas con eufemismos, como los del Decreto 2422 de 2022.
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