Como los viejos nos parecemos a los niños, tenemos derecho a jugar y pensar como ellos: escojo un barco de papel para enviarlo por la corriente de mis sueños a buscar otros sueños y compartirlos.
Es probable que en la ruta los encuentre, o no, -seguramente no, porque los sueños se sienten mejor cuando están solos, despojados de la contaminación social-. Ojalá regrese (el barquito), navegante de silencio, con la ilusión fresca a renovar de ingenuidad los míos.
Es fácil construirlo, de colores; además, guardar en él la percepción de la vida, en azul, o amarillo, en verde o, a veces, en gris. Y después deshacerlo, para convertirlo en otras formas, en gorro, por ejemplo, o en avión, una vez se sequen sus partes de la remojada en el balde, o en el charco.
¿A dónde iría el barco?, a explorar en su ruta las huellas del destino, las que hay que seguir, con mansedumbre, con aquella constancia de saber que se implantan, a su vez, entre los pasos dejados en el camino.
Es el simple deber de ser y dejar ser; es tan mágico como no haber perdido tanto tiempo en lo absurdo, como que debió irse deshojando más rápido la margarita para saber que, en el fondo, lo único valioso es uno mismo.
Es como ir sacando una a una, como en la matrioska rusa, la muñeca fina, pequeña, la que contiene el secreto del alma guardado en una alforja de espera, en un sueño tras otro sueño.
Moraleja: Lo importante es no perder el rumbo del corazón, hasta lograr ser lo que uno quiere ser, en realidad, y no lo que los demás desean imponer; tomar el mundo de una manera sutil, dejarse inundar de la belleza que posee pensar en los últimos pasos que hay que dar para izar las velas.