Otra página de provocación se ha escrito entre China y Estados Unidos a raíz de la visita a Taiwán de Nancy Pelosi, presidente de la Cámara de Representantes del país norteamericano. Desde 1997, cuando Newt Gingrich hizo presencia turbulenta en la isla, ninguna alta autoridad estadounidense se había atrevido a visitarla. Taiwán es más que cuestión de honor para Pekín, que considera la isla como pequeña porción en la inmensidad geográfica, histórica y cultural de China, y desea reunificarla.
La visita de Pelosi fue interpretada como agresión a la soberanía, lo que produjo tres días de ejercicios militares sin precedentes del ejército rojo en el espacio aéreo y las aguas que rodean la isla. Xi Jinping, presidente vitalicio chino, mucho más que sus antecesores, tiene la reincorporación de Taiwán entre sus principales metas. La presión interna crece por los nacionalistas, y por el Congreso del Partido Comunista Chino, que se celebrará en otoño próximo.
Algunos analistas estiman que todo se mantendrá en escala menor, al paso que otros creen que en algún momento ocurrirá lo inevitable: el enfrentamiento entre China y Estados Unidos, con una espiral militar que desencadenaría una guerra nuclear.
Taiwán es ciertamente una joya en la geopolítica mundial. Atrás quedó la Guerra Fría entre soviéticos y norteamericanos, con los vetos en el Consejo de Seguridad de la ONU y las provocaciones a diario, como el bloqueo de Berlín por los rusos, y la visita de Kennedy como respuesta, con su famosa frase ‘Yo soy un berlinés’. Al final, unos y otros sabían del riesgo nuclear, y entre gritos primaba la prudencia, como ocurrió con la crisis de los misiles en Cuba.
En esta nueva polarización entre chinos y norteamericanos, las visiones y estilos son distintos. Taiwán es una creación ficticia, consecuencia del enfrentamiento entre los comunistas de Mao, que ganaron la guerra civil y crearon la República Popular China en 1949, y los partidarios de Chiang Kai-shek, defensores del capitalismo auspiciados por Estados Unidos que huyeron a Taiwán y establecieron un gobierno de exilio. Por presión norteamericana, Taiwán fue miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU hasta 1971, siendo una isla de 23 millones de habitantes y 36 mil kilómetros cuadrados, lo que representa respectivamente apenas el 1,64% y el 0,37% del total de la población y el territorio de China.
En sentido histórico, desde el siglo XIV la cultura china domina Taiwán, por lo que el mandarín es lengua oficial, mientras que el confucianismo, budismo y taoísmo ejercen notable influencia moral y religiosa. Geográficamente, es una isla ubicada a 125 kilómetros de la China continental. En otros términos, mucha más identidad tiene Taiwán con China, que Puerto Rico con Estados Unidos, isla caribeña a la cual no se le otorga la independencia ni tampoco la membresía como estado de la Unión Americana.
Con Trump el roce era el comercio, dado el déficit norteamericano, como quiera que Estados Unidos le vende a China 120 mil millones de dólares anuales, al paso que le compra 539 mil millones. Con Biden, el énfasis es militar, centrado en Taiwán, aunque se le maquilla con democracia y derechos humanos, olvidando que entre Chiang Kai-shek y su hijo transcurrieron 40 años de dictadura. La presión doméstica que tiene Biden para mostrarse fuerte, en medio de la inflación, gira en torno a las elecciones de noviembre, que renuevan la Cámara de Representantes.
El verdadero valor de Taiwán para Occidente radica en ser potencia informática, por ser el mayor semiconductor del mundo, siendo soporte de Qualcomm, Nvidia, Intel, Apple, Microsoft y Sony, entre otros. Para Estados Unidos, Japón, Corea del Sur, India y otras naciones, ese inmenso poder no puede dejarse en Pekín.
Nada será fácil en el caso Taiwán. Como ejemplo, con los correctivos necesarios, tal vez sirva el traspaso de Hong-Kong. Por ahora, el mundo sólo necesita moderación y prudencia diplomática.
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