Los profesores de antes no teníamos tantos títulos, sólo manejábamos nuestra vocación, las manos y la voz, con un grado de creatividad maravillosa que nos exigía inventar las mejores maneras para dar clase…y “no nos las dábamos”.
La tiza y el tablero nos enseñaron a dibujar la imaginación y el anhelo supremo de enseñar lo que la vida nos fue inculcando, a través de la lectura y la consagración al estudio, con despliegue de pájaros.
Y creíamos más en los muchachos, porque todo era sencillo y teníamos tiempo de compartir con ellos sus cosas, incluso sus problemas, para formarlos en doble vía: una, la de su saber, pero, otra, la de su carácter, con una huella nuestra depositada en su personalidad.
(Quedamos algunos, en vía de extinción, que tratamos de usar de forma alterna los viejos modelos con opciones virtuales, pero nos quitaron la posibilidad de desplazar el alma por las raíces bonitas de una educación conjunta, nacida del amor a la docencia y correspondida con el entusiasmo de los sueños juveniles).
Créanme que llegábamos a sus sentimientos y que compartían con nosotros un deleite redentor, en un esquema diferente a este, tan moderno que, en el fondo, los asfixia, pero no pueden abandonar, porque no hay reversa a esta batahola.
El mundo era ingenuo y los maestros nos preparábamos más en nuestra casa que en las pantallas, sembrábamos pedacitos de esperanza en el alma de los jóvenes y corregíamos trabajos con colores de ilusiones, para sublimar nuestra obra de arte ascendiendo por el arco iris de su talento… ¡Lástima!