Hoy, todos los grupos armados sin excepción son mafiosos y compiten violentamente por el control de los narcocultivos, los laboratorios, las rutas y los mercados internos. La expansión creciente de esos mercados explican en buena parte la violencia urbana. Los grupos de jíbaros se disputan entre ellos el cada día mayor número de consumidores. Los estudios de consumo de sustancias psicoactivas muestran una tendencia a la disminución del consumo de sustancias legales como el tabaco y un aumento del consumo de sustancias ilegales como la marihuana y la cocaína. Para rematar, los jóvenes se inicia cada vez más tempranamente en el consumo, tienen una percepción de que el riesgo es bajo, hay una tendencia creciente al policonsumo y dicen que es fácil acceder a las sustancias ilícitas.
Por eso habría que ser especialmente cuidadoso con los mensajes que se dan desde las instituciones. En nada ayudan las reiteradas propuestas desde el Congreso de legalizar el consumo “recreativo” de marihuana ni los discursos gubernamentales de legalización de la cocaína. Los jóvenes entienden que si se va a legalizar esas sustancias es porque son inocuas, mensaje que se refuerza tácitamente por la ausencia absoluta de campañas de prevención en el consumo. Un paradoja, por cierto, cuando desde el sistema de salud pública se impulsan campañas para disminuir el consumo de azúcares y alimentos ultraprocesados. Ahora en Colombia es peor el consumo de chocolatinas que de cocaína. Ya Petro, en 2019, preguntaba en su cuenta de Twitter: “¿Sabían ustedes que el azúcar es una droga mucho más dañina que la marihuana o la cocaína? Tenemos 250.000 hectáreas sembradas para producir una de las peores drogas de la historia de la humanidad: el azúcar”. Para tranquilidad del ahora jefe de Estado, la coca ha ido cerrando la brecha y para fines del año pasado ya teníamos 230.000 hectáreas sembrada de coca. En fin, que no se diga que no estábamos advertidos.
Lo que olvida Petro es que las industrias del azúcar y de alimentos pagan impuestos y generan empleo y, sobre todo, no asesinan a nadie. En cambio, los criminales dedicados al narco no solo no cesan de matar sino que cada día matan más. 2022 fue el segundo año con más homicidios desde el pacto con las Farc. Este año es peor: los homicidios, aún después del cambio en la metodología de clasificación del Ministerio de Defensa, han aumentado un 5,4% y los asesinatos defensores humanos han crecido un 12,5%.
Mientras, los militares y policías perdieron sus liderazgos en purgas gubernamentales que no cesan, tienen recortes en su prepuesto y no pueden pagar ni el internet para sus aparatos de inteligencia y contrainteligencia; les prohibieron usar su capacidad aérea contra los grupos criminales, son atacados constantemente desde la misma Presidencia, que ahora los acusa de pactos con los bandidos, tienen la moral en el piso y no pueden cumplir con sus funciones constitucionales de proteger a los ciudadanos porque desde Casa de Nariño se les ha paralizado.
En cambio, los violentos están empoderados, crecidos y cada día más ricos, y por cuenta de los ceses del fuego tienen la certeza de que no serán atacados por las Fuerzas Armadas mientras que ellos pueden seguir delinquiendo. Por eso no debe sorprender que Antonio García, cabecilla del Eln, después del secuestro del papá de Lucho Díaz haya advertido que “no existe ningún acuerdo sobre las ‘retenciones’ [y que] el Eln no aceptará imposiciones ni chantajes. que no se hagan ilusiones”. Tiene razón, hacerse ilusiones con este Gobierno claudicante y cómplice de los criminales, como creer que se aplicarán la Constitución y las leyes, sería delirante, un acto demencial.
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