No había vuelto a misa desde que empezó la pandemia y cerraron las iglesias. Pero, gracias a Dios, la cosa ha venido mejorando. Porque no es lo mismo la misa por celular. Está uno en el momento de la Elevación, por ejemplo, cuando entra cualquier llamada, y el celular, que no sabe de contactos divinos, corta la comunicación con el de arriba para darle paso a los de abajo.
Por eso cuando en diciembre pasado dijeron que las misas de aguinaldo, las de las cinco de la mañana, en mi parroquia (padres Carmelitas –los descalzos-), serían presenciales, me preparé a madrugar. Alisté alcohol, tapabocas, mi carné de tres vacunas y mi fe, que nunca me abandona. Mi mujer, siempre tan solícita conmigo, se encargó del tinto y las galletas integrales (“para que no le vaya a dar un patatús por allá, mijo”).
Madrugar a las misas de la novena del Niño Dios siempre fue para mí motivo de alegría desde niño, cuando en Las Mercedes, a las tres de la madrugada, empezaban a tronar voladores y a sonar villancicos en los altoparlantes de la iglesia, que no estaban en la iglesia sino en las ramas altas del samán de la plaza, despertando a la gente para la misa de cuatro.
Desde entonces soy aficionado a la pólvora y a las misas de aguinaldos. La prohibición de echar voladores y lanzar globos al aire me llenan de nostalgia, y la pandemia desatada me llena de culillo. Pero así y todo, me fui a las misas, dispuesto a cumplir con el Niño de Belén y con las normas de bioseguridad. Con bufanda y chaqueta de lana, por si el frío (“Váyase bien abrigadito, mijo”), y un paraguas, por si la lluvia (“No se vaya a mojar, mijo”), no fallé a ninguna de las nueve eucaristías. Buscaba un sitio aislado de la iglesia y rogaba a Dios que nadie se me sentara a menos de dos metros.
Pero una de esas madrugadas, me llevé un susto del carajo, cuando por mi lado pasó pavoneándose muy orondo, como gato por su casa, un gato negro. Caminaba despacio, cual reina en pasarela. ¿Un gato negro en la iglesia? No puede ser, me dije. Mi mamá me decía que los gatos negros son el mismo Mandingas. “Aléjate de mí, Satanás”, murmuré, y entonces el animal se dirigió al altar.
El oficiante, padre Jaime Alberto Palacio, paisa cucuteñizado, excelente predicador y gran pastor, ni se mosquió cuando lo vio. Yo creía que le echaría agua bendita y lo expulsaría del templo. Pero no. Sucedió todo lo contrario. El felino llegó al altar, se desperezó, restregó su pelaje contra el pesebre, miró las ovejas y se le arrimó al sacerdote. Como viejos amigos se saludaron con la mirada, y el gato, feliz, se dirigió hacia otro extremo de la iglesia, donde hay un pequeño jardín, de flores y de piedras. Allí tenía su desayuno.
El padre Palacio, mi admirado guía, el mismo que después de misa bendice escapularios, rosarios y medallitas; el que se junta a orar con grupos familiares, agachado, al estilo de los futbolistas; el que aspergea a algunos para sacarles las malas influencias; el que impone sus manos sobre mi riñón trasplantado para que funcione bien, ese cura bueno, ¡le tiene comida en el templo al gato negro!
Entonces pienso en Francisco de Asís, que llegó a los altares por querer a los animales, y creo que algo parecido va a pasar con Jaime Alberto, también querendón de animales. ¡Aunque sean gatos negros, parecidos al Mandingas!
gusgomar@hotmail.com
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en: http://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion