El descontento ciudadano expresado en las marchas y los cacelorazos es generalizado.
Se equivocan quienes desde sus radicales trincheras asumen que estas movilizaciones contra el gobierno Duque tienen identidad ideológica.
Se manifiesta gente sin partido, liberal e independiente, sectores populares, clase media y alta de la población, jóvenes y viejos.
Unos lo hacen contra la corrupción, otros en rechazo a la reforma tributaria, muchos más exigen la implementación de los acuerdos de paz, algunos para defender el agua y no pocos indignados por las condiciones de desigualdad del país y la poca efectividad durante décadas de las políticas públicas para reducir las brechas sociales.
De lo que pocos se percatan finalmente, es que esta situación de desespero de las mayorías que respaldan las protestas, más del 70% según todas las encuestas, se debe al mal funcionamiento del estado, la crisis de la política, la ineficacia de la justicia, en fin, la inefectividad de nuestras instituciones.
Cuando a los colombianos se les habla de la necesidad de reformar la política o la justicia no se entusiasman.
Generan mucho más interés los debates sobre la pensiones, el aumento del IVA o la reforma laboral. Es lógico.
Estas medidas afectan directamente al ciudadano en sus condiciones de vida, en su bolsillo, en sus expectativas futuras de familia.
Mientras tanto, cuando escuchamos hablar de financiación de campañas, de listas cerradas o voto preferente, de Corte Electoral, eliminación del Consejo de la Judicatura o Tribunal de Aforados, se piensa que esa es una discusión que sólo afecta a los políticos de siempre o a los privilegiados magistrados de las altas cortes.
La mejor prueba de esta actitud es el contenido del pliego de peticiones del Comité Nacional de Paro. Desmonte del Esmad, derogatoria de tratados de libre comercio, No a las reformas laboral y pensional, son entre otras las demandas de quienes promueven las marchas.
Solo el tema de la implementación integral de lo acuerdos de paz tiene relación, en parte, con el funcionamiento de las instituciones del país.
Y no entendemos la incidencia directa que en el tema del empleo para los jóvenes, el crecimiento de la corrupción o el estancamiento en la lucha contra la desigualdad social tiene el mal funcionamiento de la justicia, la politización de las cortes, la profunda crisis de representatividad de los partidos, la pérdida total de legitimidad del congreso y sus integrantes.
Hay un grave problema de gobernabilidad en el país porque el sistema se bloqueó desde hace años.
Por las vías ordinarias del trámite legislativo y su posterior control constitucional se convirtió casi en misión imposible impulsar las reformas que permitan mejorar el funcionamiento de las instituciones y recuperar la credibilidad ciudadana, especialmente de los jóvenes que ya no creen en nada ni en nadie.
Desde hace 20 años se habla del nivel de ineficiencia y corrupción en las Corporaciones Autónomas Regionales que tienen la responsabilidad de proteger nuestra biodiversidad, y fracasan una tras otra las iniciativas aisladas que se presentan al Congreso para intentar erradicar estos focos de corrupción y politiquería. Sucede igual con la necesidad de eliminar las más de 60 contralorías territoriales que no sirven para nada y se convierten en cómplices de la corrupción regional. Se requiere avanzar en un nuevo ordenamiento territorial que permita un desarrollo real y más equitativo de las distintas regiones del país y esa tarea se vuelve imposible en su tránsito por el Congreso. Para no hablar de las reformas a la política y la justicia que siempre caen víctimas de la búsqueda de consensos paralizantes, ante la ausencia de voluntad de políticos y magistrados para cambiar realmente el origen y el funcionamiento de nuestras instituciones del poder legislativo y judicial.
Y cuando se logra avanzar en algo en estos aspectos en el Congreso de la República, como se hizo en la Reforma al Equilibrio de Poderes en el 2015, la Corte Constitucional acude a la teoría de la sustitución de la constitución para evitar poner en práctica iniciativas como la eliminación de la Comisión de Acusaciones de la Cámara o la supresión del Consejo Superior de la Judicatura.
En fin, las históricas movilizaciones de las últimas semanas son sin duda vientos frescos para nuestra democracia, y si somos capaces de escuchar con atención los sonidos que dejan al pasar, e interpretar la hermosa expresión cultural y ciudadana de estos días, podremos comenzar a tomar las decisiones necesarias para salvar nuestra democracia. No se trata de tres días sin IVA, disminución de aportes de salud a los pensionados de un salario mínimo o una inaplicable devolución de IVA a los más pobres. Esas son medidas de coyuntura que seguramente aliviarán la situación de los sectores más vulnerables de la población y no hacen daño. Pero ahí no está el problema. El lío son las instituciones y el bloqueo que tenemos para transformarlas y ponerlas al servicio de la gente y no de unos cuantos. Ese es el gran desafío del momento. Como hacemos para desbloquearlas.