Jesús Abad Colorado con sus impactantes fotografías presentadas en Testigo, una exposición colgada en el Claustro de San Agustín acá en Bogotá, fruto de treinta años de caminar el país con su cámara y su ojo certero, abre una ventana única al interior del alma de un pueblo que espera contra toda esperanza, que en su cotidianidad anónima pero rebosante de vida reafirma la fuerza de ésta frente a la presencia de la violencia y la muerte, de una violencia padecida sin que sus víctimas alcancen siquiera a desentrañar sus causas.
Con la majestad silenciosa de unas imágenes imborrables, es un homenaje a la capacidad de millones de colombianos anónimos y humildes materialmente pero gigantescos en su espíritu, muy especialmente las mujeres, que desde su impotencia social y política y solo con la fuerza de su humanidad, no solo no dan su brazo a torcer sino que renacen de las cenizas a que los quiere reducir el fuego cruzado de paramilitares, guerrilleros, delincuentes y hasta de agentes de un Estado que con sus dirigentes a la cabeza nunca ha estado a la altura de sus responsabilidades sagradas de protección de la vida de todos sus ciudadanos sin excepción.
Un Estado sumido en una pasividad surgida de la desidia o de su simple incapacidad, habría que precisarlo, llevó a que el débil fuera y aún hoy sea aplastado por el fuerte, que redujo al país a un escenario hobbesiano en el cual “el hombre es para el hombre un lobo”.
Pero es también el escenario, como nos lo enseña la mirada de Abad, donde la vida y la humanidad resultan superiores a la muerte y al frío cálculo económico, político, de poder o simplemente militar, de los diferentes actores y promotores de tanta barbarie, que a los ojos de sus víctimas son indistinguibles e igualmente temidos.
Una fuerza de vida que le permite a Colombia en medio de tanta ignominia, mantener viva la luz de la esperanza, haciéndonos recordar el grito de los republicanos españoles en la guerra civil: No pasarán.
La vitalidad del espíritu del colombiano de a pie también se expresa en su rebusque del pan de cada día, otra lucha por la vida permanente y solitaria, porque la presencia y el acompañamiento estatal es igualmente cicatero, desprovisto del reconocimiento y respaldo que exigen las reglas de la solidaridad, sin las cuales la democracia es una ficción y la máxima hobbesiana se hace también realidad en la arena económica.
Ambas circunstancias llevan a que en la vida del país se imponga un sentimiento que es de simple supervivencia y no de pertenencia a un cuerpo social que reconoce y potencia los derechos a la vida y la dignidad de las personas. La solidaridad, que debe ser el pegante de la vida social, se reduce a su dimensión horizontal entre quienes comparten las mismas privaciones y amenazas; al ámbito de las relaciones familiares ampliadas, de los compadres, de los vecinos de barrio o de vereda. Mientras tanto, las dirigencias del país, así en plural, pasan a 30.000 pies de altura por encima de la brega diaria de una inmensa mayoría que no da el brazo a partir, a espaldas de unos dirigentes entregados a unas peleas que a nadie interesan y a la defensa de sus intereses mezquinos que a todos perjudican.
Lo de Abad Colorado es el homenaje al país de carne y hueso, heroico en medio de sus limitaciones y abandono pero que como la vida que expresa, es el depositario de la esperanza en medio de tanta pequeñez humana, de tanta torpeza e irracionalidad. Es una bocanada de humanidad en medio de tanta inhumanidad. El mensaje es claro, no todo está perdido porque lo fundamental está a salvo: la indómita condición humana.