Recuerdo mi primera vacuna. Vivíamos entre el monte y hasta allá llego una brigada de salud a buscar niños para vacunarnos contra la viruela. De Sardinata a Las Mercedes se gastaban 10 horas de camino a pata, o 7 horas a caballo. Y ellos, un médico y dos enfermeras, sin brújula y sin mapa, nos localizaron y nos pusieron a los muchachos a saltar matones, huyendo del puyonazo. Ver a una enfermera sonriente con la jeringa en lo alto con una aguja gruesa, era una escena terrorífica. Y al lado, la maestra con la férula lista al castigo para quien se opusiera a la vacuna, y de ñapa, la mamá, en una mano la caricia y en la otra el fuete.
Con el tiempo, las vacunas fueron el pan nuestro de todos los años. Vacuna para viajar, vacuna para entrar al colegio, vacuna para graduarse, para todo exigían el carné de las vacunas. Quedó la costumbre y el mundo entero entendió que estábamos a merced de las vacunas y de los fabricantes. Las vacunas fueron algo común y corriente en la vida del ser humano.
En el bachillerato nos enseñaron que las vacunas eran un compuesto químico elaborado a partir de los mismos gérmenes de la enfermedad. Algo así como lo que predica la sabiduría popular: “Para mordeduras de perro, babas del mismo perro”.
Nos acostumbramos a las vacunas, de manera que cuando algunos delincuentes comenzaron a cobrar vacunas a comerciantes, ganaderos y empresarios, no se nos hizo raro. “A don Pedro lo están vacunando”, decía la gente, y don Pedro tenía que pagar lo que le exigían mensualmente para que lo dejaran trabajar. Y también a Chucho, a José y a Jacinto, y a doña Ramona, la de las empanadas, y al que vende la leche y al del restaurante, todos pagaban vacunas, vacunas malas, de los atracadores. Y a don Ramiro lo mataron porque se negó a dejarse vacunar.
Y todos –digo la gente de bien- le cogimos miedo a las vacunas. Tal vez por eso ahora, cuando por motivos de la pandemia los gobiernos comenzaron a hablar de las vacunas, como la única manera de prevenir el virus, muchos dicen que no se dejan vacunar, y pelean y se ponen bravos y nos miran a los vacunados como bichos raros, como diciéndonos “pobres diablos”.
En estos días le pregunté al tendero del barrio:
-¿Chuco, ya se vacunó?
Me miró con ojos de indulgencia y respondió con voz temblorosa:
-Yo no quiero que me empujen al hueco. Cuando me toque, me muero sin ayudantes.
El tipo es petrista. ¿Será por eso? ¿Será que todos los petristas son enemigos de las vacunas? ¿De cuáles? Allá ellos. Algunos comentaristas acudieron a meternos susto, a llenarnos de miedo: que a los vacunados la cara se les iba volviendo cara de caballo; que lo que intentaban los dueños del mundo era meternos un chip en el organismo para tenernos controlados; que en un año, los vacunados ya estarían bajo tierra.
Y así, el mundo se dividió en tres grandes grupos: Los que creen en la efectividad de las vacunas, los incrédulos y los escépticos: ni sí, ni no, pero se la aplican por si acaso. Este grupo me hace recordar al ateo que antes de morir se dirigió a Dios diciendo: “Dios, si es que existes, recibe mi alma, si es que la tengo”.
Mi historia es una historia alegre: Un día mi mujer me ordenó: “Vamos, pa’que lo vacunen”. Y me llevó. Y me vacunaron. Y aquí estoy, vivito y coleando. ¡Gracias a Dios!
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