La historia asoma detrás de la ventana, como en el fondo de la luna las luces parpadean, o como un sonido lento se aproxima a la nostalgia y, con voz desarrugada, marca las viejas señas para alojarlas en el viento y dejarlas fluir.
El hábito de mirar la vida a través del cristal de la bondad, hace del recuerdo sano un crisol emocional, para saber si el pasado se disuelve en cenizas, o se cuelga como rama de olivo en la paz interior.
Así es, porque todo se repite en ciclos, como en ese fuego que muestra y recoge los lenguetazos, o la flor sutil que crece y muere en los pétalos, o las banderas airosas que anuncian un puerto feliz a los barcos, o la luz que viene de uno de esos faros, solitarios y silenciosos, para subirse a mirar al horizonte.
El tiempo posee esencia de meditación, o de metáfora: puede ser la lejanía del mar, o las islas que se trenzan en la avidez del océano para abrir camino a la sabiduría, nutrirse de la enseñanza de las cosas buenas y sembrarlas, otra vez, con mejor abono.
Todo consiste en alargar la mirada, ser capitán de su velero, orientar el rumbo, meterse en el escenario a representar su propia obra de teatro y narrar la verdad personal, con guión escrito por el destino.
Cuando uno es capaz de ensanchar sus límites y afianzarse en la espera por sus sueños, surge la nueva pregunta: ¿dónde está la salida de la zona de vacío? -Corolario: es necesario estudiar mucho para percibirla y, cuando la atisba, ya no hay tanto tiempo-