Las cosas viejas reflejan, simultáneamente, caminos, amores, tiempos, sueños, etapas de la vida, melodías, y reúnen todo en un suspiro para contar las emociones del “érase una vez”.
Y acontece el milagro al jalar el hilo del silencio que llega al corazón, para trenzar los sentimientos bonitos en los rincones del recuerdo y dejarlos andar por la añoranza, salpicados de lejanía.
Uno guarda reliquias en los escaparates y en los muebles arrugados: los libros, con una flor marchita entre sus páginas, las medallas, las fotos, los dibujos de los niños, la porcelana con rumores de refinamiento… ¡tantas cosas!
Y con ellas vuelve a las horas alojadas en aquella luz que se sembró en los ojos, o en una sombra bella que se arropó en el eco de la música, o en el tacto silencioso que intentó acariciar el aroma del amor.
En su secreto reposo albergan una historia, una palabra imaginada, un momento, o unos años porque, en el pensamiento, la distancia y el tiempo se transforman en la fantasía del pasado.
Tienen ventanas y puertas que sólo se cierran cuando el viento sale a airear el olvido, o a otear el cielo que evoca la quietud, o a dar un viraje de vuelta a la ausencia, con una flor en la mano.
En fin, son testimonio de la brevedad feliz de las ilusiones, de las estrellas que se apostaron a la vera del ocaso, o de la voz titilante que canta edades en la madrugada.