Bogotá ya no es la Atenas suramericana, como fue bautizada la ciudad capital en épocas más amables que la que estamos viviendo por la inmensa inmigración de gentes que decidieron buscar aquí refugio, trabajo y mejor futuro. A pesar de que la urbe ha sido inmensamente generosa, muchos inmigrantes no han sabido responder con la misma moneda y la respuesta ha sido decepcionante. El civismo ha desaparecido casi totalmente y las consecuencias se notan en todas las actividades, pero especialmente en los equipamientos públicos, que son sistemáticamente atacados, arruinados y convertidos en chatarra. Se ha convertido en deporte de vándalos la destrucción de los bienes, que son blanco preferido de antisociales sin dios ni ley. No hay estatua, ni pared, ni muro, ni rampa que no haya recibido su cuota de pintura y la aparición de los que son llamados generosamente artistas urbanos y son en realidad antisociales dedicados a pintar mamarrachos, que se supone son obras de arte.
No soy enemigo de los inmigrantes. No señor. Mi mamá y mi mujer fueron inmigrantes. La primera de Santander y la segunda de Pasto. Ambas encontraron aquí el amor, esposo e hijos. Pero supieron responder con hechos y agradecimiento la generosidad de una ciudad que ha tenido la mala suerte de caer en manos de personajes que, a nombre de la desprestigiada izquierda, rigieron los destinos de los diez millones de personas que nos apiñamos a lo largo de la cordillera central.
La inmigración no es mala porque sí. La Bogotá en la que vivo hoy tiene diez millones de habitantes, amontonados en más de tres mil barrios divididos en veinte localidades, cada una de las cuales, Bosa, Kennedy, Suba o Usaquén es más grande que Cali o Medellín. La ventaja de estas ciudades es que son ocupadas por gentes que las quieren, las respetan y las cuidan. Los inmigrantes se portan bien y agradecen la hospitalidad, no se atreven a destruir y procuran, por el contrario, construir, respetar y querer. Una muestra del amor por sus ciudades son las monumentales obras que producen envidia entre los capitalinos. Empezando por el metro, un sueño que ya cumple cerca de treinta años y está tan lejos o más que la esquiva paz.
En las bellas calles de Medellín, de Cali, de Barranquilla, o de Cúcuta se puede acudir al civismo y al amor por el terruño para lograr el respeto a los bienes comunes y a los monumentos que recuerdan el pasado. También es posible hacer un llamamiento a los recuerdos para conseguir el respeto por aquello que trae a la memoria los viejos tiempos en que nuestro país no había sido víctima de los vándalos y los salvajes que tienen como deporte embadurnar las paredes, evadir el pago de los transportes públicos y desaparecer todos los recuerdos de la época de los abuelos.
Contemplando con tristeza la ciudad que ya no existe se entiende la actitud de los países que se niegan a recibir la inmigración de extranjeros que no respetan el pasado y no tienen raíces en los recuerdos. Aquí yo añoro con inmensa tristeza la época de los tranvías, el recorrido por la carrera séptima en compañía de mi padre que saludaba a todo el mundo, la obligatoria parada en los buzones de Avianca, para revisar el correo, el ingreso al almacén Tía, la parada en la cigarrería donde se suicidó famoso poeta capitalino, y todos los recuerdos de aquella época en que se oían los pitos de las locomotoras y los aviones volaban a baja altura para arrojar propagandas. y regalos
Qué tiempos aquellos. Claro que había ladrones, pero no mataban por un celular porque estos no existían. Los cacos se limitaban a apoderarse de las billeteras y fue noticia de primera página en todos los periódicos el primer asalto a un banco. Los ladrones eran conocidos y también los detectives, el más famoso de los cuales era uno conocido con el remoquete de Chocolate. Los jueces también tenían su cuota de popularidad hasta que varios de ellos murieron en la absurda toma del palacio de justicia, donde se le dio golpe trapero a la institución.
P.D. Se ha ido otro amigo querido y respetado, el gran Carlos Muñoz. Dios lo tenga en su gloria.