El destino propone pedacitos de cosas, instantes, personas, sucesos, una serie de retazos que ocurren en la vida para que los humanos podamos armar el rompecabezas del tiempo.
Todo está en potencia para mejorar al ser humano, en rutas de ascenso dirigidas hacia donde se halla el infinito, ese esquivo enigma que trata, aparentemente, de alejarse, quizá para ser más seductor.
De la manera como cada quien las recorra, supere los encantos disfrazados de éxito y admita la comunión bondadosa de los sentidos con el alma, delimitará la confluencia entre el bien y el mal, desde la cual emerge la verdad en una efusión espiritual fascinante.
(Entre otras, no hace falta partir para ir a la lejanía, al menos para mí. Yo tengo la magia del estudio y la música para ajustar mis retazos, cultivar las costumbres añejas, vibrar ante la hermosura de las mariposas cuando saludan los pétalos de las flores con sus alas, bendecir las muestras sencillas y bonitas del amanecer, abrazar el instante maravilloso de inducir sueños, también sencillos).
El secreto está en escuchar atentos el eco del silencio, atisbar el momento de comenzar de nuevo, mantenerse en una alerta titilante entre la quietud de la noche y el despertar de la aurora: entonces ocurren los milagros, en ese conticinio donde la luz se asoma para tender las escalas del ascenso a la plenitud –libertad-.
Salvo el camino tortuoso de lo real, sin tantas definiciones ni palabras, sólo con actos nobles, parroquianos, provincianos, campesinos y simples, la existencia se convierte en la zona de incubación del arco iris.