Jeison Orlando Rodríguez Hernández es como un niño grande. Con 2 metros y 27 centímetros de altura, y 21 años, es el hombre más alto de Venezuela. Y tiene los pies más grandes del planeta.
Sin embargo, su rostro y actitudes son los de un jovencito que, todavía, parece no acostumbrarse a la desmedida atención que despierta cada vez que sale a la calle.
El interés de la gente es mayor ahora que está de visita en Boca del Grita, una pequeña población ubicada en inmediaciones de Puerto Santander, de la que son oriundos sus padres.
Vive en Maracay (estado Aragua) donde su tamaño se volvió más habitual, a diferencia de lo que ocurrió en su recorrido por el pueblo, y por Puerto, donde fue el centro de atracción, luego de ocho años de ausencia.
“Me siento cómodo acá, más tranquilo; es que son mis raíces y siento la sangre en las venas... Ya hasta se me está pegando el hablado”, dice.
Todos han tenido un pequeño, o mejor, un breve momento para compartir con él, mientras con calma, se acomoda y sonríe antes de evaluar cada pose para las fotografías.
“Al principio era fuerte que se me acercara tanta gente”, dice. “Era muy tímido, pero con el tiempo todo cambió”.
Y es que su timidez no solo se debía a que lo buscaran para una foto, sino porque como suele pasar fue víctima de matoneo en la escuela.
“Tú sabes que en cada escuela hay un bravucón y uno la tenía conmigo”, relata con seriedad. “Cada rato me pegaban, me empujaban, pero luego dije: Ya este muchachito tranquilo, no se aguanta”.
Y un día no se aguantó.
Desde el momento en que le cayó de sorpresa al victimario, la situación en la escuela fue otra.
“Me respetaban más”, dice. “Soy una persona de paz, pero cuando me buscan soy como el agua: calmado hasta que viene la tormenta”.
Retos y dificultades
El matoneo no fue el único problema al que hizo frente este joven, pues su gran tamaño dificulta la búsqueda de ropa y además, acarrea algunos problemas de salud.
Jeison tiene una alteración hormonal llamada acromegalia, detectada desde que tenía ocho años y tratada a los 12.
La enfermedad, de la que se tienen registros de 40 casos por millón de habitantes, hace que tome medicinas para controlar la pituitaria, glándula de la que se deriva la hormona del crecimiento.
Las inyecciones que requiere se las da el seguro, en Venezuela, pero desde hace tres años no consigue las pastillas para la pituitaria, hasta el pasado martes cuando las encontró en una visita a Cúcuta.
El hallazgo fue un alivio, pero no el precio: 319 mil pesos por “unas pastillitas”, señala decepcionado mientras simula sostener un diminuto frasco.
La ropa es otro de los inconvenientes, porque lo único que consigue son las camisas extragrandes.
Los pantalones que usa fueron hechos a la medida en Ureña, y tiene tres años con ellos, pero ya deben ser cambiados porque la angosta bota le incomoda al ponerlos y quitarlos.
Los zapatos son enviados por un fabricante alemán: Georg Wessels, quien los obsequia a las personas más altas del mundo.
Todo indica, otra vez, que llegó la hora de adecuar esta prenda, pues sus pies siguieron creciendo.
“Estos zapatos son talla 75, pero ya soy como 78 porque me quedan apretados, y eso que ayer llovió, y están aguaditos... Cuando están duros, me duele el pie”, dice mientras su tío recuerda que con menos de 10 años de edad calzaba 40.
Los pies no son lo único que lo aqueja, porque en su niñez los dolores de cabeza eran frecuentes, e indicaban el principio de su crecimiento.
“Me ponía achicopalado y luego tuve que ir al médico para el control y el tratamiento”, cuenta.
Los dolores de espalda, de oído, y dificultades para ver, que lo obligaban a sentarse en primera fila del salón “siendo el más grandote”, marcaron su desarrollo, controlado a tiempo.
De lo contrario, su cuerpo y su rostro se habrían deformado de forma irreversible.
“Gracias a Dios ya no tengo dolores de cabeza”, afirma, aunque ocasionalmente le dan mareos y se fatiga, pero hace lo posible por llevar una vida tranquila, alimentándose sanamente, sin pasar sus 120 kilos, y practicando deporte.
“No he cambiado por el título del Guinness Record; sigo siendo igual”, dice al sostener el libro que lo definió como el hombre vivo con los pies más grandes del mundo.
Hoy espera que la embajada de los Estados Unidos le dé la visa para viajar a recoger el estímulo que le darían en Miami, pero hasta el momento no ha sido posible porque “no están dejando salir a nadie de Venezuela”.
Con paciencia espera que se dé la oportunidad y afirma que no pretende irse de su Venezuela, ni abandonar su trabajo, o sus metas.
Actualmente labora en una oficina del Instituto Nacional de Transporte Terrestre (Intt) y ha recibido otros apoyos del gobierno venezolano, como una casa propia y enseres a su medida.
Su sueño es ser chef. “Hago pollo al horno, parrilas, arroz con pollo, y me pongo a experimentar. Les iba a preparar algo ahora... Era una sorpresa, pero ya cayeron en cuenta...”, dice riendo junto a su familia.
Para lograr su cometido necesita dinero, pues en Venezuela el curso de seis meses cuesta 2 millones y medio de bolívares.
“Espero que se den las cosas; la paciencia es la virtud”, dice con absoluta serenidad, y con la infaltable sonrisa con la que narra cómo se ha golpeado en la cabeza una y otra vez, cómo se le partió una silla plástica y cómo duda cada vez que quiere usar un sanitario y “cuando veo la pocetica digo: esto se va a partir”, y mejor espera.
También quiere una camioneta modificada, “como la que le dieron al hombre más grande del mundo”, porque su carro está inservible.
Mientras tanto va con calma, poco a poco, en tanto se da el paso agigantado para convertirse en un cocinero de talla mayor.