Desde hace seis años las únicas ruedas en movimiento en el puente internacional Simón Bolívar son las que impulsan los carretilleros. Cargados de bolsos, costales repletos de ropa, víveres y papel higiénico, son los que mueven la frontera con Venezuela desde 2015, cuando el régimen de Maduro cerró el tránsito para los carros.
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Sin importar si el terreno árido falsea o entran en lagunas o pantanos, los carritos se abren paso, previo acuerdo de la tarifa con los trocheros y sin contar con lo que cobran los grupo ilegales que se lucran de la angustia de los viajeros.
“Que Dios mueva corazones para que se acabe la riña entre los presidentes porque el que sufre es uno”, nos dijo Miriam Mise el martes, mientras apuraba el camino tras una cita con el oftalmólogo.
Y mientras el desconsuelo aumenta en el paso fronterizo, el pulso diplomático sigue caliente entre los presidentes. Iván Duque le respondió a Nicolás Maduro, quien el miércoles les pidió a los empresarios colombianos retomar las inversiones en Venezuela.
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Duque dijo que la reapertura de la frontera será “el triunfo” del pueblo de Venezuela y no de la Dictadura de Maduro. “Que no pretenda el dictador borrar la historia, porque expropió, expulsó el servicio consular y fue quien cerró la frontera”, declaró.
Tres historias
Hace siete años que Gustavo Carrera Moreno salió de su casa en Mérida, al noroeste de Venezuela. El rostro de su madre empieza a desvanecerse en su recuerdo porque no tiene celular para ver las fotos que lo atan a la vida de antes. Se lo robaron camino a la frontera.
Su historia en Colombia comenzó en el páramo de Berlín, la cadena montañosa que se encuentra entre Cúcuta y Bucaramanga, en la ruta hacia Bogotá. Su primer trabajo fue abrir huecos en un cementerio para luego ponerles la lápida. Muchos eran sus compatriotas que sucumbían en el tránsito por el gélido paraje.
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Luego vendió café y gaseosas para los camioneros en la carretera. Ahorró hasta que tuvo para montar su propio negocio, pero todo se esfumó en un mercado de pulgas en Bucaramanga, donde lo atracaron. Decepcionado de su suerte, consiguió un carrito de supermercado y caminó días enteros hasta Villa del Rosario.
Los pies cansados y sin rumbo lo pusieron cerca de su patria. Fue reciclador antes de poner en acción los rodachines de su máquina que desde el martes pasado llevan bolsos, paquetes, comida y hasta niños hasta el punto migratorio venezolano por 2.000 pesos cada trayecto.
Le tuvo que poner icopor a las barras de su carrito luego del regaño de los funcionarios de Migración porque estaba generando mucho ruido al pasar. Es que cualquier sonido es motivo de alerta en la frontera. De un momento a otro se quiebra y agacha la mirada. Alcanza a decir: “no quiero que mi madre me vea así, se va a poner muy triste”.
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Juan Carlos Martínez fue maletero y trochero antes de conseguir una carretilla de dos ruedas de la que ahora depende su sustento. Pide un aporte voluntario cuando el paso de los viajeros es por el puente internacional Simón Bolívar, pero la tarifa se dispara si el destino elegido es una de las tres trochas que cruzan el río Táchira hasta la terminal de San Antonio.
Están abiertos, dependiendo del movimiento de las tropas del Ejército, los caminos de La Pampa, La Platanera y El Palmar. Martínez cobra entre 15.000 y 20.000 pesos por llevar la carga, independiente de lo que la guerrilla pida al otro lado del río.
El cierre prolongado de la frontera dejó a las trochas como la única alternativa para pasar de un país a otro en busca de medicamentos, papel higiénico y víveres, lo que generó una economía ilegal que se disputan la banda del Tren de Aragua, el Eln, los Rastrojos y las disidencias de las Farc.
A ellos no les conviene la apertura porque sería un golpe a sus rentas. Después de tres años trabajando en lo que salga, Juan Carlos quiere regresar. Dice que en diciembre lo esperan en la casa. ¿Y después? Dios proveerá, responde.
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Cansado de no encontrar qué hacer en Cumaná, ciudad costera venezolana ubicada en el oriente, Luis Manuel Centeno atravesó todo su país y pasó el río Táchira en 2015 para refugiarse en Cúcuta.
Fue trochero en La Parada, ofreciendo la guía y la carga del equipaje por esos caminos clandestinos que se atraviesan en chanclas, en crocs o descalzos con los zapatos colgando del cuello.
Hizo parte de esa nube de muchachos que metros antes del puente internacional Simón Bolívar corren a cada lado de los taxis que traen viajeros para ofrecerles “la pasada” de la frontera, a cambio de monedas. Cuando en 2019 se habilitó el tránsito humanitario para los adultos mayores que iban a citas médicas y para estudiantes de colegios de Norte de Santander, consiguió una silla de ruedas para transportar los viajeros.
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Cobra 5.000 pesos por llevarlos hasta la aduana y, cuando se le antoja a la guardia bolivariana, los termina de arrimar hasta la terminal de San Antonio. Tiene una camiseta manga larga que dice “Silleros la aduana” con el número seis en una manga, los mismos años que lleva en Colombia. Quizás sea una señal para regresar.
Fuente: ElColombiano
Fotos: CAMILO SUÁREZ
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