El próximo 24 de este mes, se cumplirán 61 años del trágico accidente que tristemente nos privó de la presencia de una bella persona, Rebeca Cogollo de Ruán. Aunque no la conocí personalmente, por los azares de la vida, años más tarde coincidí durante varios meses con Gustavo, su esposo, residenciado en lejana tierra, en la cual me encontraba en desarrollo de mis tareas académicas. Sus recuerdos y los míos concurrían más en torno a mi familia que a la suya, toda vez, que él fuera asiduo asistente al negocio de mi padre, por aquella época el famoso restaurante Don M.
Fue una verdadera fortuna contar con la colaboración de la familia de Rebeca para reconstruir los aciagos momentos de tan horrible drama. Por tratarse de un incidente de tanta significación para la sociedad local, estaba seguro de encontrar toda la información relativa al hecho, pero ¡sorpresa! de los dos diarios de mayor circulación en la ciudad, uno publicó una escueta noticia con no más de cincuenta palabras, en una página interior y del otro periódico, desafortunadamente no quedó registro histórico, razón por la cual, no se pudo conocer detalles. Contrariamente, los diarios capitalinos, gracias a la colaboración de sus corresponsales, dieron amplia divulgación a la noticia, en particular El Espectador, que en cabeza de Juan E. Martínez envió una muy detallada reseña del suceso.
Ahora bien, en estas crónicas he procurado ceñirme lo más fielmente a la veracidad de los hechos y por ello nada más cercano a la verdad que el relato de sus más inmediatos familiares. Según se sabe de buena fuente, que ese día 24 de julio de 1962, martes y además, festivo en la vecina república de Venezuela, detalle importante del que se derivó alguna conjetura que originara el accidente; la pareja de esposos había asistido a la función vespertina de cine en el teatro Municipal. Terminado el espectáculo, regresaron a su residencia en el barrio Colsag y una vez allí, Rebeca tuvo un antojo, muy razonable en vista de su estado de embarazo que ya se acercaba a los siete meses. Por esta razón, Gustavo decidió que irían a satisfacer ese antojo, que era disfrutar de una de las comidas de moda en un lugar ídem de la ciudad, una hamburguesa: el recientemente inaugurado Auto Lunch El Palacio.
En su automóvil escarabajo Volkswagen, de placas venezolanas, comunes por esos años, tomaron rumbo al centro de la ciudad hacia la Diagonal Santander y de allí hasta el cruce de la calle octava, frente al colegio La Salle. Al momento de cruzar, en sentido contrario por la Diagonal venía una camioneta que al decir de los testigos presenciales, “como gallina ciega”, impactando al pequeño automóvil por el costado derecho, puesto que ocupaba Rebeca, quien recibió todo el golpe de la colisión. Eran pasadas las 10 p.m. y a esa hora era poco el tránsito de vehículos por el lugar. Debido a las circunstancias y a las distracciones propias del momento, ambos choferes confiados de esas condiciones no prestaron los debidos cuidados y en un descuido se produce la desgracia.
Frente al sitio del accidente residía el doctor Luis Fernando Luzardo, médico ginecólogo, que coincidencialmente atendía a Rebeca. El médico Luzardo, salió luego de escuchar el estruendo del choque y encontró a Rebeca en estado de shock y conociendo su situación procedió a practicarle una cesárea de urgencia para tratar de salvar a la bebé. Dicen quienes conocieron esta situación que el médico Luzardo salió rápidamente al hospital gritando que la recién nacida estaba viva, pero desgraciadamente no alcanzó a llegar con vida. Los testigos aseguran que Rebeca se pasó la mano por la cabeza y exclamó ¡Virgen Santísima! Y murió en ese momento. Rebeca, hija de don Armando Cogollo y Josefa Girón de Cogollo, tenía a la fecha, veinte años de edad.
Las noticias de los periódicos capitalinos, en especial El Espectador, relatan algunos detalles de los hechos que expongo a continuación: “(…) las autoridades de tránsito adelantan una activa y severa investigación para establecer las responsabilidades del impresionante accidente…al atravesar la Diagonal Santander, una camioneta conducida por el joven japonés-venezolano Yusuru Tanaka, familiar de los comerciantes Yonekura de San Antonio, viajaba de regreso, a gran velocidad, en dirección a esa ciudad”.
Como decíamos al comienzo de esta narración, ese día que era festivo en Venezuela, muchas personas, especialmente los jóvenes de la población fronteriza en mención, se dirigían al “barrio de señoritas” situado al norte de ciudad a distraerse y como era usual entonces, a ingerir no pocas cantidades de licor. Acompañando a Tanaka, viajaba Gustavo Caballero, un venezolano que como él había estado libando y divirtiéndose desde las primeras horas de la noche. En su declaración ante las autoridades, mencionó que sólo sintió el golpe al estrellarse el vehículo en que viajaba y que vio cómo su compañero, el chofer de la camioneta salió despedido por el parabrisas hasta quedar tendido en el separador de la avenida.
Un detalle inusual y curioso lo constituyó la presencia del empresario Antonio Yonekura, quien informado del accidente hizo presencia rápidamente en el lugar de los hechos, para solicitarle a las autoridades que le dejaran llevar el cuerpo de su pariente fallecido, a su lugar de residencia en San Antonio para tributarle el funeral, según sus costumbres orientales. Sus palabras textuales fueron: “Hay que llevar el cadáver de Yusuru, aunque se pague más de lo que vale, ocúpese usted de eso que yo respondo”, le dijo a uno de sus empleados.
La tragedia dejó además un pequeño huérfano de apenas dos años, Gustavo Ruán Cogollo, conocido por sus allegados como Gugú, quien quedó al cuidado de uno de sus parientes más cercanos, la señora Alicia Ruán de Pérez. Gustavo Jr. emigró a Canadá a los 14 años, junto con su padre al Canadá, donde emprendió algunas actividades como pescador y buzo profesional en la provincia de Nueva Escocia. Incluso durante su vida en esa provincia fue elegido alcalde del pueblo donde estuvo radicado ejerciendo su actividad como pescador, llamado Louisbourg. Posteriormente se trasladó al estado de Florida en Estados Unidos, donde sufrió, a comienzos de 2013, un absurdo accidente, sin relación con su profesión y falleció. El entierro de Rebeca, se lee en las pocas crónicas que se escribieron, tiempo después en los periódicos de la ciudad, fue toda una manifestación de llanto y de dolor. Su triturado cuerpo fue dejado en el panteón familiar del Cementerio Central y con el pasar de los años, llevados sus huesos a los Jardines de San José.
Redacción
Gerardo Raynaud D.
gerard.raynaud@gmail.com
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