Redacción
Gerardo Raynaud D.
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Releyendo el magnífico texto “Conversaciones Familiares”, escrito por don Julio Pérez Ferrero, he tropezado con una serie de anécdotas en las que el autor narra los hábitos y prácticas usuales en la Cúcuta de antaño, que considero interesante compartir.
Las narraciones que veremos a continuación transcurren indiferentemente en las épocas anteriores y posteriores al terremoto de 1875, algunas de las cuales no están identificadas en el tiempo, así que me perdonarán los lectores si encuentran desfases cronológicos entre las diferentes narraciones que proponemos.
Iniciemos con esta que refiere don Julio, “…antes del terremoto no se había desarrollado mucho la afición a las conservas alimenticias extranjeras. Traían de Maracaibo preparadas en suculento escabeche la rica lisa del lago. Y ¿quién podía preferir los dulces extranjeros a los de hicaco procedentes de ‘La Sultana’, a los duraznos y manzanas de Pamplona, al de membrillo merideño y sobre todo a los admirablemente confeccionados por doña Andrea, la española? Hubo después de doña Andrea un confitero italiano, hábil en la industria, que se radicó más tarde en Bogotá; después de formar nuestros paladares con los espléndidos dulces de éste y de aquella, se vieron repudiadas por mezquinas las llamadas ‘lengua de vaca’ que era el dulce común en todas las ventas y las que constituían el comiso de los escolares”.
Entre otras costumbres memorables, aunque ya desaparecidas, cita don Julio Pérez, las que se sucedían durante algunos días de la Semana Santa: “… el sábado santo era esperado con ansiedad después de los días de vigilia, no tanto por regalar el estómago cuanto porque apenas se cantaba gloria y las campanas se lanzaban a vuelo, se quemaba a Judas., que consistía en colgar a un muñeco formado con ropas rellenas de paja y quemarlo entre el ruido de los cohetes y recámaras y la algarabía de los muchachos. ¡Qué regocijo se pintaba en la fisonomía de las viejas al ver ardiendo en llamas al traidor del Divino Maestro!”.
Durante los días decembrinos y de comienzos de año, los festejos de entonces fueron relatados así: “…en los últimos días de diciembre y en los seis primeros de enero, se disfrazaban las gentes del pueblo, sin regla artística de ningún género. ¿Quién podría decirnos que esta costumbre había de tomar ascendiente en las altas clases sociales, para lo cual hubieron de dar a las matachinadas el pomposo nombre de carnaval, que como llega oreado por las brisas del mar, lo hemos de acoger cual signo de cultura?”
Vemos en las anteriores narraciones que las tradiciones desaparecieron para dar paso a nuevas demostraciones ajustadas a las circunstancias de la modernidad, sin embargo, una de las costumbres que aún se conserva y que mantiene la solemnidad propia inculcaba desde tiempos lejanos es la que describimos en seguida: “…Entre las costumbres que pagábamos tributo en los tiempos ya idos, había tan noble y tan simpática que quisiéramos consignarla tallada en piedra, para que no la destruyera por completo la constante modificación de la vida. El día 31 de diciembre velaban los habitantes aguardando la primera campanada de las doce de la noche para buscar la familia primero y luego los amigos y darse el abrazo de saludo de año nuevo. Y fuimos testigos en más de una vez, de enemistades extinguidas con aquel abrazo; de la unión por él producida en vínculos familiares debilitados. En ese momento se deponía toda mala voluntad, como para abrir era nueva en la vida con la aurora del año nuevo. ¡Qué costumbre tan bella! ¡Cuántas veces hallamos a nuestra amada madre aguardándonos con los brazos abiertos a la puerta del hogar! En Cúcuta, donde poco abundan los caracteres ceremoniosos que son casi siempre falsos, pocos hay que en el día primero de enero no saluden deseando feliz año o felices pascuas en la de Resurrección o de Navidad”.
Hasta finales del siglo pasado aún se conservaba la costumbre, sobre todo en algunos barrios tradicionales de la ciudad, sentarse en la acera frente a la casa, en las horas de la tarde, aprovechando la brisa suave refrescante que hacía olvidar los fuertes calores del día. Hoy esta costumbre ha desaparecido merced a las modernas comodidades que nos ofrece la climatización artificial, sin embargo, ese hábito tan tradicional, algún día del pasado fue tajantemente prohibido por el alcalde de turno, apelando a lo preceptuado en el Código de Policía que imponía reguardar las aceras (lo que hoy se denomina invasión del espacio público) y todo porque muchos de los arrieros que llegaban al mercado ‘trepaban’ sus mulas al ‘enladrillado’ impidiendo el tránsito de los peatones.
Otro de los atractivos para reunirse en las casas de amigos y familiares, era el juego de la Lotería, un juego similar al bingo actual, al que asistían muchos jóvenes conocidos, por lo general para reunir los fondos que les permitiría realizar paseos, que en aquella época se hacían a las haciendas de Pescadero o a la de Juan Bosch. Una de los lugares predilectos por los jóvenes, era la casa de don Antonio María Ramírez, no sólo por su ubicación y facilidad de acceso sino por el atractivo personal de sus cuatro hijas. Las simpáticas chicas sabían aprovechar sus virtudes en su beneficio pues en más de una oportunidad los muchachos embelesados por su presencia olvidaban sus cartones, voluntaria o involuntariamente y eran ellas que aprovechaban para gritar ¡lotería!
Y una última anécdota en la famosa hacienda Pescadero, situada en el sector de la ciudad que hoy lleva su nombre. En el patio central de la casa de la hacienda había dos tumbas, que eran las de sus antiguos propietarios. Una pareja de extranjeros, británicos para más señas, que habían comprado el inmueble. Sus portes y trato social denotaban una refinada educación, eran sumamente cultos, situación que no se compadecía con el carácter huraño de su existencia y que sin ser ricos vivían con esplendidez. Años más tarde murió el esposo, siendo sepultado en el patio principal y al poco tiempo que le sobrevivió su compañera, por disposición testamentaria fue sepultada al lado de su amado consorte. Varios años después, vino un agente comisionado de exhumar los restos, llevándoselos a Inglaterra; fue entonces cuando se supo que el marido era de noble familia, aunque venido a menos y que según la Ley de Mayorazgo inglesa, debía reposar en suelo británico.